PACHARÁN.
En el informe.
Parte de el escrito
por un puño tembloroso.
No quebrantada la
luz. Ningún vértigo.
Sabía que hasta
allí llegaría su sombra. Más allá sólo una pared blanca.
Este paciente se
llamaba Aniceto Loirán Expósito. Con cincuenta y tres años. De
mediana estatura, enjuto, con ojos escarbados, de espaldas anchas y
ligeramente caídas. Con leve andar catatónico, dado a la ceremonia
a la hora de avanzar. Vestía siempre muy bien.
Paradógicamente muy
pulcro con su higiene personal
Fue ingresado por su
alcoholismo crónico. Un año antes había sido expulsado de
Alcohólicos Anónimos (A A). Tenía una capacidad innata para la
persuasión. A las dos horas de haber dicho: ...me llamo Aniceto
Loirán Expósito, y soy alcohólico..., había logrado que los diez
compañeros presentes y el terapeuta cogieran una gran borrachera aParte de el escrito por un puño tembloroso.
No quebrantada la luz. Ningún vértigo.
Sabía que hasta allí llegaría su sombra. Más allá sólo una pared blanca.
Este paciente se llamaba Aniceto Loirán Expósito. Con cincuenta y tres años. De mediana estatura, enjuto, con ojos escarbados, de espaldas anchas y ligeramente caídas. Con leve andar catatónico, dado a la ceremonia a la hora de avanzar. Vestía siempre muy bien.
Paradógicamente muy pulcro con su higiene personal
Fue ingresado por su alcoholismo crónico. Un año antes había sido expulsado de Alcohólicos Anónimos (A A). Tenía una capacidad innata para la persuasión. A las dos horas de haber dicho: ...me llamo Aniceto Loirán Expósito, y soy alcohólico..., había logrado que los diez compañeros presentes y el terapeuta cogieran una gran borrachera a base de apacharán, bebido compulsivamente chupando a través del irrellenable de la botella, como si fueran amamantados como bebés.
En cuatro pruebas diferentes después de lo de A A, había accedido a un sanatorio especializado en Alcohólicos Crónicos (A C), con los mismos resultados, intensa borrachera con Anís del Mono de ocho pacientes, dos médicos internistas y cuatro enfermeras.
Tenía la particularidad de ver acciones antiéticas en cualquier amigo o familiar, incluso conocidos cercanos, lo que le obligaba a beber compulsivamente con el fin de atreverse a persuadirles para enmendar su conducta.
Con su esposa, una mujer abnegada y paciente, de fuertes convicciones religiosas, había comenzado a experimentar raras excentricidades en la intimidad, pidiéndole con insistencia, en sus estados de intoxicación etílica, ir a la bañera para practicar lluvias plateadas y doradas, siempre que ella tuviera reservorio en su vejiga o intestinos.
Había empezado a beber tres días después de la toma de la isla de Perejil por el ejerc base de apacharán, bebido compulsivamente chupando a través del
irrellenable de la botella, como si fueran amamantados como bebés.
En cuatro pruebas
diferentes después de lo de A A, había accedido a un sanatorio
especializado en Alcohólicos Crónicos (A C), con los mismos
resultados, intensa borrachera con Anís del Mono de ocho pacientes,
dos médicos internistas y cuatro enfermeras.
Tenía la
particularidad de ver acciones antiéticas en cualquier amigo o
familiar, incluso conocidos cercanos, lo que le obligaba a beber
compulsivamente con el fin de atreverse a persuadirles para enmendar
su conducta.
Con su esposa, una
mujer abnegada y paciente, de fuertes convicciones religiosas, había
comenzado a experimentar raras excentricidades en la intimidad,
pidiéndole con insistencia, en sus estados de intoxicación etílica,
ir a la bañera para practicar lluvias plateadas y doradas, siempre
que ella tuviera reservorio en su vejiga o intestinos.
Había empezado a
beber tres días después de la toma de la isla de Perejil por el
ejercito español.
Aunque siempre decía
que nunca había tenido muchos problemas para controlar su hábito,
hasta ocho días antes de su ingreso en un Hospital General (H G),
por un diagnóstico de hipotiroidismo. Coincidiendo con esta dolencia
comenzó a sufrir alucinaciones durante unos cinco días . Se decía
a si mismo y a los demás que era artillero durante la toma de la
Isla de Perejil. Escondido en cualquier esquina, detrás del
aparellaje médico, incluso arrastradose por el suelo, siempre con
posturas bélicas de ataque o defensa, de toda índole guerrilleraEn el informe.
Parte de el escrito por un puño tembloroso.
No quebrantada la luz. Ningún vértigo.
Sabía que hasta allí llegaría su sombra. Más allá sólo una pared blanca.
Este paciente se llamaba Aniceto Loirán Expósito. Con cincuenta y tres años. De mediana estatura, enjuto, con ojos escarbados, de espaldas anchas y ligeramente caídas. Con leve andar catatónico, dado a la ceremonia a la hora de avanzar. Vestía siempre muy bien.
Paradógicamente muy pulcro con su higiene personal
Fue ingresado por su alcoholismo crónico. Un año antes había sido expulsado de Alcohólicos Anónimos (A A). Tenía una capacidad innata para la persuasión. A las dos horas de haber dicho: ...me llamo Aniceto Loirán Expósito, y soy alcohólico..., había logrado que los diez compañeros presentes y el terapeuta cogieran una gran borrachera aParte de el escrito por un puño tembloroso.
No quebrantada la luz. Ningún vértigo.
Sabía que hasta allí llegaría su sombra. Más allá sólo una pared blanca.
Este paciente se llamaba Aniceto Loirán Expósito. Con cincuenta y tres años. De mediana estatura, enjuto, con ojos escarbados, de espaldas anchas y ligeramente caídas. Con leve andar catatónico, dado a la ceremonia a la hora de avanzar. Vestía siempre muy bien.
Paradógicamente muy pulcro con su higiene personal
Fue ingresado por su alcoholismo crónico. Un año antes había sido expulsado de Alcohólicos Anónimos (A A). Tenía una capacidad innata para la persuasión. A las dos horas de haber dicho: ...me llamo Aniceto Loirán Expósito, y soy alcohólico..., había logrado que los diez compañeros presentes y el terapeuta cogieran una gran borrachera a base de apacharán, bebido compulsivamente chupando a través del irrellenable de la botella, como si fueran amamantados como bebés.
En cuatro pruebas diferentes después de lo de A A, había accedido a un sanatorio especializado en Alcohólicos Crónicos (A C)–
como resultado de su descontrol hubo que atarlo varias veces en la
cama con camisa de fuerza-.
Está anotado en su
historial que por aquel tiempo se presentaba con una tarjeta que
entre otras cosas
ponía: Sargento de
Primera, Veterano mutilado de la toma de la Isla Perejil.
En los dos años
siguientes, después de varias recaídas fue ingresado varias veces
en A C , sin buenos resultados.
Una de sus
costumbres preferidas era beber en casa asomado a una ventana que
daba al patio de luces, con el atardecer marcado sobre los tejados.
La mayoría de las veces aburrido y agresivo, solía llamar pedorras
y soputonas a las vecinas, mientras arrojaba la botella de pacharán
vacía a la solera del patio con el consiguiente alboroto.
El atardecer
mientras tanto, compasivo, casi sin colores se iba sobre los tejados.
Aquella sombra,
inquebrantable, siempre llegaba hasta allí ya próximos al
equinocio.
De buena educación
en la consciencia de su propio yo. Había cursado sus estudios en el
Arcángel San Gabriel de la Calle Puértolas, con los salesianos.
Obteniendo al terminar su profesión de archivador una buena posición
profesional, ya que era de gran competencia y responsabilidad en
épocas de vigilia alcohólica.
Tenía muchos
amigos, pero casi nunca tendía a tener confidencias con ninguno.
Nunca trataba de ser sociable. Se apreciaban en él evidentes
muestras de conflictos internos, con mucha propensión a estados
ansiosos que era incapaz de reprimir. Paradójicamente a veces se
desvivía hasta la saciedad en su proselitismo persuasorio. Muy
voluble.
Le gustaba
permanecer en casa los días festivos, no era proclive a sacar a la
familia a actos sociales. Se ensoñaba largas horas tirado en el sofá
del salón comedor antes de coger su botella de pacharán y
succionarla como un niño a la teta materna. Incapaz de pasear al
lado del mar, -creo que lo odiaba-, no era dificultoso detectarle sus
tendencias agarofóbicas en tales estados de proximidad a la
infinitud del horizonte, con una tendencia obsesiva al síndrome del
mástil que iba a desaparecer para nunca jamás, con sus muecas en la
cara, rígido el cuerpo, sin querer mirar hacía aquel punto lejano
que se difuminaba.
También le
perturbaba la limitación de lo pequeño dentro de su entorno. El
campo con su extenso paisaje, sus seres diminutos. La soledad y el
porvenir de una hormiguita cargada con una hoja gigante, perdida,
sin saber a dónde ir entre la tortuosidad de su camino lleno de
obstáculos, sin ver más allá de unos pequeños pedruscos que para
su mundo eran gigantescos roquedales.
Semejante al
síndrome de aquel ser descrito por Cajal en un cuento, que por un
prodigio podía ver a simple vista lo que un microscopio ampliaba con
cientos de aumentos. Ser que en su horrorosa locura moría
contorsionándose entre la más extraña de de las agitaciones.
Nunca admitía su
propia insuficiencia. Nunca delegó en sus esposa los quehaceres que
tenían cierta responsabilidad en el hogar. Quehaceres que para él
eran insuperables la mayor parte de las veces, llenos de ceremonias
de la suerte antes de su inicio en un bucle interminable que lo
imposibilitaba.
En A C, siempre
expresaba su deseo de dejar la bebida. En estados de vigilia
alcohólica su sensibilidad e intelectos estaban intactos. Como ya
dije muy lábil emocionalmente, aunque algo nervioso, irascible y
trémulo. A pesar de todo siempre intentaba ser participativo y
cooperar.
Para él las salas
del hospital estaban llenas de rutinas. Se hacía notar con los demás
internos como superior a los demás pacientes. En su último ingreso
de dos semanas estuvo más calmado. Era propenso a ver todos los
días los atardeceres de agosto. Se quedaba hierático, inmóvil como
una estatua hacia poniente observando el cambio de color que tomaba
el cielo sobre los tejados hasta que llegaba la oscuridad más
absoluta, teniendo entonces que ser obligado por las enfermeras a
retornar a su sala.
Cuando finalmente
exigió que se le diese de alta, contrariando la opinión del
personal médico, no existía ni las más mínima evidencia de que
hubiese logrado alguna autocognición en su situación de cómo dejar
de beber.
Fue la décima
salida de A C.
Era ese día el
diecisiete de agosto, con leve viento de levante. Día claro con un
fuerte azul.
Aniceto caminó de
nuevo por la senda empedrada guardada por sauces llorones que daba a
la puerta principal. Iba cogido del brazo por su esposa Maite.
No estaba con los
sentidos en ninguna parte, no era feliz, pero tampoco estaba triste.
Llevaba aún aquel
ansia por chupar y sentir de nuevo el dulzor del pacharán en su
boca.
Por el mismo borde
llegará la
oscuridad
para aquel que cree
recordar
el rumor de los ríos
de su infancia.
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