LA VIRGEN DE LA CUEVA LOS PAJARITOS CANTAN.




La virgen de la cueva estaba allí y afuera llovía. Yo me había detenido para cobijarme. A través de la oquedad que daba al sendero se veían los aluviones de agua caer como una cortina interminable. Cuando la vi ella nada me dijo, se mostró cauta, la humedad lo sobrepasaba todo, la ropa húmeda nos hacía tiritar, a ella marcándole sus formas bellas y exactas. Me vino a la memoria aquellos cántigos de la infancia, de cómo voceabamos hasta el paroxismo gritando y gritando. Y luego la inapreciable fe que de repente sentíamos en la iglesia al mirar su rostro sumiso y sus ojos como perdidos. Nunca jamás pensé encontrarme con la virgen de la cueva tocada con una camiseta blanca marcando una areolas de un ligero tono oscuro. Fue después del grito de un trueno, cuando ella me miró con cierta indiscreción, su rostro ahora certero me hizo acercarme a ella, pensé que con sus ojos me reclamaba, supuse que necesitaba un poco de calor. En aquellas circunstancias la erección fue inmediata, de una dureza increíble, algo inusual en mi, consumidor compulsivo de sildenafilo para tales menesteres, en cantidades fuera de toda norma médica. Sentí su cuerpo perfecto, su extraña blandura y sobre todo su ternura inusual. Me vi sorprendido por su afán de complacerme y fue como un sueño que desató aquella furia en mi. Me di muchas veces aquellos quites de puto macho, me moví en contoneos extraños, incluso en movimientos peristalticos con cierto impulso animal a lo toro redentor de vaca en mes del deseo. El torrente llegó en poco tiempo, la piedra dolmen fría y larga recibió aquellas gotas para fecundarla en un extraño rito de primavera, abrí los ojos y pasé mi mano húmeda sobre unos líquenes blancos. Afuera había parado de llover y todo volvía a estar demasiado frío.

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