VISITA.






Partimos un domingo como a las once, y al poco ya teníamos ganas de volver.
-Eso. Volver.
Porque vimos aquellas caras tan desagradables que te dicen primero una y luego la otra, ya estáis aquí, molestando.

Nos sentaron en la cocina. Hacía un frío que pelaba. A través de la puerta abierta veía el cuadro de los abuelos con aquellas poses bajo un fondo marrón, y otra más vieja aún de los tatarabuelos. Yo hubiera tomado un café, pero volvieron con aquellas caras, como diciendo... nos estáis jodiendo, rompéis nuestro ritmo. Les di conversación por tres veces, lo del tiempo, lo de la enfermedad del niño de Paula que era crónica, de esas raras y difíciles, que llegarían incluso a tener que ayudarle a comer, pero ni asintieron. Estuvimos sentados allí en la cocina sin tomar café un buen rato mirándonos como diciéndonos qué hacíamos allí. De vez en cuando se asomaban a la puerta y con los ojos nos decían de todo. Solo con los ojos. Una de las veces la ventana se abrió de par en par por una ligera brisa, era como si hubiera entrado alguien, un ser invisible que también nos miraba a los ojos.
Tuvimos que hacer cuatro horas en la estación, solo pasaron dos trenes en sentido contrario, el nuestro que venía de Galicia llego a las cuatro horas y media, y nos subimos, partimos de allí el lunes 16, como ya te dije más arriba, casi unas horas después de haber llegado a aquella casa extrañamente vacía, que parecía no tener vida.

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