ANTON DE PRELO.




Antón de Prelo descansaba durmiendo sobre un jergón de hojas de mazorcas de maíz. El día había sido duro. Al otro lado de una ancha pared de piedra estaba el ganado, llenándolo todo de un olor pesado a estiércol y a vahos de hierba fermentada. De fuera llegaba el canto del búho. Y por las contraventanas de roble semiabiertas, se filtraba nítidamente la luz lechosa de la luna llena. Por el suelo, entre virutas, desordenados, estaban: zuelas, gurbias, llegras, cepillos, escoplos, raquetas, hachas, clavos, y muchos tacos de goma; madreñas a medio hacer, troncos blancos y lisos de abedul, nogal y castaño. Sobre el banco, acuñada y ahumada, había una madreña terminada, untada de grasa de pelleja.
Su casa estaba a unos metros del callejón de la iglesia. Desde su jergón se oteaban, parte del ábside. Y la única gárgola con forma de ser alado y misterioso, con cuerpo de dragón, que proyectaban su sombra – como si tuviera vida- a través del ventanuco, sobre una amplia pared de piedra, muy anegrada por el humo. Hacía mucho que habían pasado de las doce. Que los murciélagos habían salido a buscar insectos. Que los perros aullaban como lobos, y que los animales de la rumiarcuadra habían dejado de rumiar y de lamerse, para recostar la cabeza entre las patas.
Fue a eso de la una de la noche, cuando se sintieron pisadas de herradura. Y el rechinar de lo que parecía un alazán. Fue a eso de la una cuando una sombra tocada de capa negra entorno las dos medias puertas con gatera, y entro impresionante en la estancia. Eran un poco más de la una cuando Antón de Prelo, sintió sobre su cabeza una mano fuerte que le dejó sonámbulo. Haciéndole levantarse lentamente para buscar entre la luz blanca de la luna, sus apeos de trabajo. Cogiendo primero el hacha, para hacer el desbaste bruto sobre un tarugo de abedul, esculpiendo la papa y el empeine, remarcando lo que sería la cumbrera de una madreña de amplio pie.
Durante tres noches sucesivas de luna llena - y a eso de la una de la mañana-, siguió llegando aquel extraño ser a su puerta. Era como una aparición repentina. El relinchar extraño del alazán, y la sombra vestida de negro proyectada sobre la pared de piedra. La mano nervuda sobre el hombro de Antón, y su lento despertar sonámbulo, para coger el rasero y ponerse a trabajar en la segunda madreña, sobre otro tarugo de abedul.
Antón se levantaba por la mañana sin ninguna sensación de cansancio, sin darse cuenta de las dos madreñas hermosamente moldeadas que estaba fabricando.
Cuando llegó la tercera noche, la luna empezaba a estar gastada por un lado como un caramelo chupado por un niño. En el cielo había nubes reflejadas en tonos casi negros. Y se repitió la historia. A eso de la una, el grito estremecido, las pisadas, y la sombra. Aquella noche Antón no estaba dormido. Y vio plenamente su figura negra, tocada con una capa que le arrastraba, vio como se acercaba, y se doblaba para recoger las dos hermosas madreñas, vio como con su mano grande y tosca con una rara cadena en el pulso, tocaba una zuela apoyado en una pata de la cama, y como daba media vuelta y se iba. Antón se levantó horrorizado, corrió hacía la puerta. Apenas pudo ver al alazán de dos patas, que llevaba aquella figura negra sobre su grupa alejándose hacia las oscuras lomas de Estaxide. Al volver horrorizado para meterse en la cama observó que una de las dos zuelas había cambiado de color. A la mañana siguiente cuando la fue a coger para rebajar una boca se le ocurrió rayarla con un clavo. Era puro oro.
Pasaron dos semanas, y aunque no era muy religioso, aquellos sucesos inexplicables, que no había contado a nadie, le dejaron intranquilo, no paraba de darle vueltas a la cabeza por ser cosas del mismo diablo. Y algo le remordía la conciencia.
Como era jueves Santo se fue hacía la iglesia para hacer el camino de la cruz.
El vía cruces se hacía por una senda embarrada. Iban parando un poco en cada estación. Fue en la novena -en la que Jesús caía por tercera vez-, en el mismo ábside, debajo de la gárgola, que veía desde el ventanuco de su casa- reflejada en días de sol, o de luna llena-, cuando se fijó en los pies del cura casi escondidos bajo la sotana. Quedó paralizado por el miedo. Calzadas sobre unos escarpines blancos, estaban sus madreñas con las tres filigranazas de trébol sobre la tapa, los dos surcos cruzados sobre la argolla, y aquel ser horrible dibujado sobre el papo

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