DETONACIÓN FINAL


Por fin estaba en Lisboa, en la misma plaza Restauradores llena de palomas, con el pináculo en el medio, clavado en lo que perecía un azul pleno. De una pianola salía un sonido de acordeón con soniquete de fado acatarrado. La gente pasaba a mi lado sin acordarse de mí. Por un instante me sentí feliz. Me senté en la silla de un limpiabotas y vi como mis zapatos tomaban tono de espejo negro. El día podía ser largo y dichoso. Me levanté dispuesto a disfrutar de la lejanía de mis enemigos, de mi azaroso viaje por tierras de paisajes oscuros, y llenos de peligros. Caminé entre árboles espesos de hojas por una acera empedrada e irregular. Como ya era la hora de viandas, entré en mi restaurante habitual de fugas, el Pinoquio. Me senté en una vieja mesa barnizada y levanté la mano para pedir la carta. Fue en ese instante cuando sobre mi nuca sentí la presión fría del cañón de la pistola, y en un silencio que pareció un abismo de tiempo, el suave roce del gatillo, y la detonación final.

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