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AL ABRIGO DE LA LUNA.

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Me había dado por creer en esas emisoras de radio que sólo emiten un sonido inicial de caja de música y luego números machaconamente repetidos. Creía también en lo que llamaban la impregnación del amor o el odio que queda en los lugares habitados de seres que se habían ido. En las figuras de niebla entre la penumbra de las estancias cerradas. En la levitación de objetos. En los males de las miradas. En no tocar ciertas manos, ciertos hombros. Llevaba años con esa sensación de que nunca estaba sólo, cuando en realidad sólo estaba mi cuerpo y el silencio, que no es del todo silencio. -¿Tener que creer en lo que no existe es una consecuencia del desencanto? Había muchas veces pequeñas estampillas como sellos de grandes de la Virgen de Regla perdidas entre las sábanas. Intentaba disimular en sus actos su obsesión por la santería. Más de una vez la había cogido en sus murmuraciones ceremoniales, a lo boca cerrada, mientras trajinaba por la casa. Sus caderas eran como las laderas sofoca

PARA RECONOCERME.

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Había supuesto que si Plotomeo tuviera razón el sol no alumbraría diferente. Ni los días serían distintos ni con distinta luz. Ni las noches diferentes miradas desde un precipicio. En el fondo, a mi me horroriza que si desaparezco nadie pregunte por mi, cualquier día, a cualquier hora, mientras la tierra está en un stop. Había supuesto que con lo que cuestan cuatro tornillos Allen del Curiosity que se va a Marte, podría vivir toda mi vida con cierta opulencia, sin rasgarme las vestiduras en los supermercados. Había supuesto que si los representantes del pueblo escogidos democráticamente no me hubieran fichado, para estrujarme siempre, podría vivir sin sobresaltos angustiosos. Que haya poetas cursi no me importa, que el 90% de la población haga algún día un poema tampoco, que describan que el aire es una caricia, cuando es fétido, tampoco y cosas del corazón y del alma tampoco. Yo sólo deseo que si aparezco muerto haya alguien para reconocerme.

SEGUNDOS POR SALTAR.

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-Cómo hacer que hoy un recuerdo sea una ilusión. -En ese instante en que  cada uno de nosotros aprendemos a caminar dicen que una garza blanca agita sus alas entre los juncos  del río Zambeze para aprender a volar. Yo no tenía una edad conveniente, si hubiera andado a gatas me hubiera desplazado lo mismo. Conveniente en el sentido de lo oportuno, en ese instante en que por una vez, levanté mis manos, y luego pude desencorvar  mi débil cuello para mirar al cielo. Una primera vez me desplazaba, y había un hueco de espacio entre mis piernas, un primer espacio para sonreír por un fenómeno  imposible, de ver lo de atrás, otro lugar al que volver a visitar, tan inmediato, y no olvidarlo, tenerlo es los recuerdos. De otra forma no podría ser, que todo se hubiera movido, un poco de aire tan sólo, tan ínfimo soplo aplastándolo todo, todo el aire por mi leve movimiento. (He de decir lo que alguien dijo, lo de la mariposa del invierno con sus alas muy anchas, agitándose). Y los colores no eran t

DESPERTADO.

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La épica no existe. Ayer dejé la mesa sin recoger. Eso fue ayer, no sé desde qué hora. Alguien predijo este momento, volver a entrar, y ver la mesa en ese estado. No hay nada más hermoso que levantarse medio muerto, medio dormido. Nada más hermoso que dudar quién te contiene. Instantes de incertidumbre, casi flotando, sin reconocer la vida. Mucho más allá distingo la ventana, y es una osadía  quebrar el instante. Nunca más será el regreso a esta noche en la que no recuerdo haber  soñado. Si pudiera darme la vuelta, imaginariamente, recorrer lo recorrido, volver al claustro, como si ninguna vez me hubiera despertado.

Y FRÍO.

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Me puedes decir que todo es todo, que lo inmenso se establece cuando quieres describir la libertad. Que  son influencias de este mundo el que te puedas quedar callado, cálido aún, en medio de la penumbra. Y que por si acaso, para que sea llevadero, te hablan del dolor como algo pasajero, e inmediato, que debes estar preparado para regresar al silencio. Ya desde siempre. Abiertas todas las puertas. Estando ya desestimado, inexistente, y frío.

ABSOLUTAMENTE.

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Me huelen las manos a neumáticos Michelín, a perejil, y a tu conejo. Absolutamente. Me huelen a ponerte la mano por atrás, a sujetarte en el metro, y en la puerta del hospital, a esperarte y a cogerte la bolsa en el Mercadona. Me huelen las manos a ponerlas levantadas y abiertas sin esperanza, me huelen las manos a apretarte; y me las huelo, mientras me siento en la sala del dentista, acojonado, poco hombre. No sé de qué morirme, no sé si de velocidad, de inmensidad, de dolor, de viejo, de joven. Absolutamente. Y vuelvo a oler mis manos con rastros de aftershave , de que estuvieras tú antes del amanecer señalada por mi dedo. Te quiero tanto que solo  huelo a ti cuando voy a buscar la dosis en un erre cinco , al estilo Picapiedra. Y se me parte el alma de tanto paisaje dado la vuelta porque es ya Jueves. Sé que estarás preguntando por mi, cuando me muera lentamente. Siempre. Escondido tras un muro de tablas deshechas. Siempre. Al alba, como los poetas cobardes. La cabeza en mis rodill

Y LLENO DE SOLEDAD.

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…y lleno de tanta soledad. …y lleno de  tanta prisa y tanta soledad, que me puse a comer una granada, pausadamente. Me dije que la galaxia más lejana y visible está a diez seguido de veintiséis ceros, medidos en metros. He de darme prisa desmenuzando la granada, he de reunirme en un ojo humano, en el ancho de una moneda, en el hueco de un cabello, en la inmensidad de un ribosoma, en el laberinto de una doble hélice de ADN; hemos de salir desde la altura de un hombre, y seguiremos el camino del rastro de una hormiga. La soledad tenía un amanecer hermoso. Dibujado Hércules con unos brazos muy grandes, arropando montañas indefinidas, llenas de tanta soledad en el medio de la prisa. Por el felpudo se agitaba un mundo finito, lleno de mundos infinitos, mi pie desnudo arrastraba, sin piedad, ocasionaba medidos cataclismos, pisoteaba universos llenos de amor. Sí, sin piedad, fatalmente… …fatalmente, me encuentro fatal de tanto pensar la vida. Ella  por el pasillo con sus trenzas y una dia

NO SÉ CUÁNDO.

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Hay acontecimientos que olvidas, pero de repente, cuando estás de camino a ningún sitio, los recuerdas sobrepasando nuestro entendimiento. Turbándonos. Esos recuerdos turbadores, esos recuerdos que nos hacen apretar las manos, apretar los ojos, para no seguir recordando. Me bulle pero lo dejo correr. Cuando te derrites eres como una vela, vas a medio centímetro del fuego. Mi padre llegaba con el cinturón en los pantalones y yo tenía tanto miedo que me diluía entre  la penumbrosa luz del desván, una claraboya en forma de ojo de ballena, por la que bajaba un cable de cobre que era la antena de la radio. Mi padre escuchaba la Pirenaica, era rojo , y todos lo sabían, así de inofensivo, y tenía un par de cojones en la cantina a pesar de la guardia civil, amenazante, un cabo rubio al que se le enrollaban los bigotes como los pelos de una mazorca. Y sabes, yo me quedaba quieto. Mi madre, la sumisa, hablaba bajo, y mis hermanas bordaban debajo de una bombilla, y con una bombilla dentro de

TIERRA NEGRA.

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Por los fríos montes de Valdueza al sol parecía que le habían dado cientos de puñaladas, se desparramaba el rojo, y la oscuridad que empezaba a llegar lo iba tapando todo como si fuera tierra negra. -Le di a las luces de cruce. Iba con mi camión Sava “quienientostres”, chasis Barreiros, cara asaetada. El caso, "chacho", es que salí de Ponferrada a las seis de la tarde. Me acuerdo que era enero; un trece para más señas. Tan frío que quitaba el cólera -si no espabilabas con orujo acazallado y un cuarto de café de manga, un guantazo, vamos, te daba-. Llevaba la caja del camión llena de jaulas de varilla, y dentro gallinas, ochocientas sesenta y ocho (exactamente), viejas gallinas sin timoneras, con el culo pelado enseñando la carnada, para el sacrificio. Tenía que estar en Benavente antes de las diez de la noche y descargarlas en una granja llamada El Ponedor, en la zona de los Negrillos. El Sava andaba de puta madre. Nunca tuve problemas. Parecía que llevaba piloto automático.

HASTA LA SACIEDAD.

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He olvidado cuándo lo he olvidado. Intento rememorarlo. Lo intento en todo lo que antecede, en todo lo que me sucede, en lo de arriba y en lo de abajo, en los lados, los cuatro lados, y si hay una tapa sobre mi, también la miro. Rebusco dentro de mi ropa. Algunas veces me paro por si sucede. De sentado, mis manos sobre mi cabeza: cerrados los ojos, abiertos los ojos. Con ese dolor de no encontrar lo olvidado, y ni mucho menos saber cuándo ocurrió el olvido. Siempre había una puerta entreabierta. Siempre. La profundidad de   un pasillo largo. Con los nudillos varias veces contra la puerta. Temerosos los nudillos. Algunas veces pasando la mano sobre la puerta, sólo ese sonido de roce que casi no existe porque es un mínimo gesto. Estaba allí sentado omnipresente. Le dije, sin saludarlo,   lo traía en la punta de la lengua y se me ha caído. Últimamente todo lo tengo en la punta de la lengua, es como si estuviera tan cerca (casi en mí), pero no está. Detrás e sus ojos la claridad de una

EN LA NADA.

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-Podrías haber sido tú. Son las primeras horas de esta mañana de Noviembre. Un ojo cerrado y el otro abierto y esa sensación borrosa que voy afinando hasta hacer nítida y cercana detrás de leves rastros de rocío reflejándose sobre los cristales. Abro ligeramente la ventana sintiendo un frío repentino, y cuando respiro el vaho se disuelve delante de mi cara. El césped del pequeño jardín comunitario tiene una fina capa blanca de escarcha. Casi veo nítidas los deshilachados de hielo sobre las hojas del césped. Muevo arriba y abajo el rodillo de la mira telescópica para poder alinear el impacto bajándolo levemente dos vueltas sobre los barrotes transversales de un banco. Cuando calibro mi rifle para irme de caza me siento detrás de los visillos y voy apuntando presas imaginarias. Voy dando vuelta lentamente a toda la manzana. Siempre está ahí. Ya me he acostumbrado a verlo, sentado delante del ordenador con un gato siamés al lado acurrucado sobre una silla. Esta secuencia

NO SE OLVIDAN.

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Fue una primera vez. Sí,tuve una bilocación. Esa transportación en que parece que estás en dos sitios a la vez. A este fenómeno se le unía aquella sensación de los días anteriores, en que la escala de Scriabin se hacía perceptible en mis entornos ambientales (sonido armonioso descifrado por colores), a saber: el do era como un resplandor de acero inoxidable, el re un blanco nacarado, el mi el azul más intenso del cielo después de una noche fría; y así sucesivamente con el resto de las notas del pentagrama. Tal era mi desasosiego cuando escuchaba el concierto para trompa número uno en re mayor (kv) cuatrocientos doce de Wolfgang Amadeus Mozart, que la corteza visual de mi cerebro, de alguna forma, excitaba las células receptoras de mi retina, desplegando virtualmente delante de mí un caleidoscopio de colores en tonalidades difuminadas nunca vistas hasta entonces. De los estados bilocados tengo noción desde temprana edad. Recuerdo que mi madre me observaba con cierto