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LA SOSPECHA Y LA DULZURA.

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Ya pasaron ocho meses desde lo del Tío, y Brígida me llamó ayer otra de tantas veces, y le tuve que colgar, así de lagarta y chula, oyes como no miras los cajones antes de mandar llevar los muebles, que por mucho de cerezo que fueran sólo sacamos doscientos cincuenta putos euros. Me dijo de todo, y yo le dije lo mío, mucho cuento ahora, mucho cuento, y mira que te quería el Tío, y ni una puñetera vez lo fuiste a ver, y le dije más. Ya le había explicado a los tres días del hecho, y loca, loca estaba por venderlo todo, como una cabra salida. El Tío era de cariños para Brígida, le daba sus secretos, y algo presentía. Si no te vas de repente, la muerte suele dejar sus cosas, no sé cómo decirlo, es un rastro de cosas, de cosas que se piensan en silencio, la muerte no viene así como así cuando te quiere llevar en reposo, deja rastros, deja cosas. El tío se murió al correrse, fijo, y por lo menos disfrutó, tiene que ser la repera irte de boleo (a lo hay hay hay hay, que me voy), y

PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN LOS CIELOS.

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Sé muy bien que tú antes de devorarla digieres mentalmente a tu presa. Que dentro de ti prefieres matar dos veces por si fuera necesario. Pero tengo la esperanza que dejarás de prever. De dimensionar previamente. Que no serás ni fiel ni infiel. Que no adorarás a ningún Dios. Ni calmarás tu locura con extrañas ceremonias. Que no harás ritos imposibles para mantener la esperanza, por si acaso no existiera la nada.

ANTON DE PRELO.

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Antón de Prelo descansaba durmiendo sobre un jergón de hojas de mazorcas de maíz. El día había sido duro. Al otro lado de una ancha pared de piedra estaba el ganado, llenándolo todo de un olor pesado a estiércol y a vahos de hierba fermentada. De fuera llegaba el canto del búho. Y por las contraventanas de roble semiabiertas, se filtraba nítidamente la luz lechosa de la luna llena. Por el suelo, entre virutas, desordenados, estaban: zuelas, gurbias, llegras, cepillos, escoplos, raquetas, hachas, clavos, y muchos tacos de goma; madreñas a medio hacer, troncos blancos y lisos de abedul, nogal y castaño. Sobre el banco, acuñada y ahumada, había una madreña terminada, untada de grasa de pelleja. Su casa estaba a unos metros del callejón de la iglesia. Desde su jergón se oteaban, parte del ábside. Y la única gárgola con forma de ser alado y misterioso, con cuerpo de dragón, que proyectaban su sombra – como si tuviera vida- a través del ventanuco, sobre una amplia pared de p

ZEPELIN.

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Esto fue a 46 grados Norte y a 6 grados Oeste, en un lugar casi sin Nombre en donde si te fijabas mucho podías ver el mar por Viavélez,en un lugar donde la helada dejaba siempre una línea blanca casi perfecta entre la luz y la oscuridad. La capitana y la Murcia, a eso de las nueve de la mañana, tiraban de la rastra de un arado romano. Yo iba delante de guiadera, mi padre detrás dirigiendo la reja para que no arrastrase xeixos, abriendo un surco estrecho por donde mi hermana Asunta dejaba patatas cortadas revueltas en azufre a dos palmos unas de otras. Las pegas bajaban a las lombrices, los tordos en manada revoloteaban entre los brezales a unos metros llenos de flores de color vino. Todo era así, abajo el pueblo con aquel humo de las chimeneas tan recto como si llevase al cielo todas las almas en pena que habían salido por la noche. Fue a las diez el prodigio, por las laderas de Miudeira apareció aquel bicho en forma de pedrisco de huevo de aluvión de color plata, que reve

NO SÉ.

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De qué forma los días proseguirán sin ningún particular. Lleno de secretos que van contigo. Manifestándose con toda esa lentitud como si no fueran de este mundo. Por cuántos lugares que pasaste quedará albergada una parte de ti que resplandezca. Habrá ecos de tus palabras. Tu mano desgastará el mármol hasta ser perceptible una huella. Tus labios dejarán un pensamiento dentro de un ínfimo recuerdo. Se trata de una caricia, un dedo que vuela sin tocarte la piel. Para que alguien te recuerde. En un papel arrugado habrá una marca casual de tu pertenencia, algo de tus manos que fue un gesto repetido. Algo que dejas y que fue tuyo. Una esencia. En las últimas sábanas que te acogieron. Buscará alguien que te amó tu olor para percibirte. Se quedará quieto una tarde y un segundo para imaginarte. Se detendrá la angustia cuando ya no estés.

EL FLUJO.

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Algunas veces mientras la esperaba yo estaba con esos pormenores y otros pensamientos sobre que tipo de protocolo iba a seguir hoy cuando ella llegase. Contemplándome en un espejo de la pared me dedicaba hacer poses, mientras suponía que ella ya se estaría acercando por el pasillo hasta esta habitación en nuestra enésima cita. Cuando entraba no le miraba a los ojos, casi nunca le miraba a los ojos. Usualmente siempre traía faldas cortas, le miraba a las piernas que eran m uy largas, y como en esa ceremonia que había pensado desde el día anterior me arrodillaba delante de ella y la abrazaba por las caderas mirando hacía arriba su cara de esfinge. La mordía ansiosamente por encima de su ropa. En esos instantes el mundo dejaba de existir. Cuando metía mi cabeza debajo de su falda y me llegaba el efluvio de sus gotitas alucinantes a lo Clive Christian’s , no sé si eran de Clive pero pudieran serlo. Le buscaba el coño y se lo comía a bocados con todo tipo de cadencias y ritmos. C

LA VERDAD, NO SÉ CÓMO TITULARLO -LO SIENTO-

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De todo lo que se queda desnudo toda la vida hasta la muerte, miro como la sombra cubre la luz de enero, lentamente, sobre tu cara. Luego repaso más historias de que estoy hecho, mientras me quedo viendo cómo sube la marea. -Aquel recuerdo que retorna al despertarlo el olor a hierba seca-. Cómo decías: te quiero de aquella forma, sin dudas. Tus labios redondos pintados de rojo en forma de corazón. Desnudos. Cálidos. Blandos. -Y por unos segundos la total inexistencia.-

INVERNADEROS.

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Allí, oliendo a insecticida, ya estaba Áymara de Arequipa, con su lomo en forma de serpiente. Oliendo a fresas, a tomates cherrys, a pimientos del piquillo. No quiero que me castiguen las aguas de Terranova. Me horroriza el mar. Allí está el mar furibundo e infinito, y mis parientes del Yucatán y de Guinea, donde Juan Caboto vió nubes de peces en la oscuridad. Debajo de catedrales de plástico. Me quedo en el Maresme, tan apacible al atardecer… cuando puede conmigo el cansancio sobre la ruina de mis huesos.

HERMES.

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Estuvimos mucho tiempo cenando -ella de lado-, casi treinta años pasándonos cosas, el pan y todas las dificultades, los dolores de los brazos, cuando a veces la lluvia llegaba oliendo a pólvora. Nos divertíamos pensando en nuestros secretos, mintiéndonos con los ojos. Yo a veces soñaba que era el dios Hermes, cargado de mensajes que quitasen la monotonía de las brumas. De vez en cuando la luna ensangrentada después del equinoccio de primavera. Aquella luz rosada atravesando el tendal lleno de ropa. Ahora, tarde ya, me doy cuenta que era una gran fortuna tenerte allí, para sentir tu brazo que me ayudaba a levantarme.

FUNCIÓN, b= f(a).

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Le dije, Yo soy función de Ti -Yo (Ti)-. Dependo de Ti, de todos tus estados de ánimo. Cómo decírtelo de una forma sencilla. Al levantarnos tu cara de esa forma absoluta en que tu mirada va hasta ese mundo perdido de no sé que lugar, a veces tanta tristeza. Ese ciclo extraño casi cuantificable, tus ojos brillantes que exclaman la huida hacía el sol repletos de alegría, la curva simbólica sobre un eje imaginario que desciende en ciclos milimetrados y exactos. Cómo he de explicarte que mi sonrisa se apaga con la tuya, hasta ese límite en el que cierro las ventanas para que no te de por mirar con tus ojos y mis ojos al tremendo vacío.

COSAS MUCHAS Y CON TANTA PACIENCIA AL ATARDECER.

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Cuando era niño leía libros de aventuras. Tuve una infancia relativamente feliz. Aparte de algún penerasta tocándome debajo de la barbilla, y un barbero que me sobaba los genitales dándome caramelos de palo sabor a fresa mientras agitaba con el meñique mi minúsculo pene debajo de los pantalones cortos. No tuve mayores incidencias en mi desarrollo psíquico. Eso sí. Vi innumerables veces a mi madre de rodillas, sumisa, delante de mi padre. Los recuerdos no me torturaron por esos actos familiares. El daño fue nimio. Estuve varios años pensando que mi madre oraba hablándole a las caderas de mi padre, siempre se santiguaba cuando suavemente empezaba a chupársela. A veces hacía un calor insoportable, y había unos atardeceres gloriosos. Tanto como el universo podía enseñarme. Tan inmenso todo que daba miedo.

TURING.

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                                                            TURING.