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TETA.

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Aquel domingo, como de costumbre, no hacía sol. Llovía pausadamente. Cuando entré en la cocina, le dije aquí huele como a neumático y a encerrado. También le dije, hoy tampoco me vas a dar la teta, esto último se lo dije con ciertos arrumacos, con la voz mucho más suave, hasta cierto punto cariñosa. Estaba trajinando sobre la meseta de mármol, moviendo aquellos dos rabitos del mandil que descansaban sobre su amplio culo, trajinaba y trajinaba. Luego sacó de la nevera doce zanahorias, tres puerros, cuatro huevos, tres cebollas, varios brotes de coliflor, y una fiambrera de cerámica de hígado encebollado con una leve capa blanquecina sobre su superficie, como de haber permanecido allí varias semanas, y comenzó a meterlo todo dentro de la cazuela con cierto orden. Cuando acabó de poner todo en el fuego, va y me dice, vente para la silla. La silla estaba de espaldas a la ventana que reverberaba una enorme clarividencia resplandeciente, me dijo, apoya tu cabeza aquí mientras se sacaba su en