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EL OLOR Y LA MEMORIA.

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  Voy a esto. A veces aquí llegan esas moscas verdosas y se ponen a restregar sus patas posadas sobre los pliegues de mi pantalón, dan vueltas, van y vienen como si ese mundo que les huele sobre mis piernas fuera suyo. Ya sabes. Yo soy muy dado a recordar cosas que las más de las veces no son agradables. Serán los años. Por ejemplo. Ahora como si fuera un mecanismo de defensa mensuro lo que vive poco. Esos organismos vivos, dijéramos, seres vivos que viven apenas unas horas, esos que casi nunca pasan de las doce de la noche, esos que van corriendo despavoridos, diminutos, por la mesa de la cocina entre alguna bolita de azúcar, y los aplastas, sin ningún rastro, dejando una mísera gotita de sangre que a penas ha vivido. Todo esto es reconfortante dentro de mis cálculos sobre la ilusión del tiempo. Llegas a una edad. Todos llegamos a una edad en que nuestro bagaje existencial son solo los recuerdos. -A lo que iba. -Esto viene hoy a cuento. Cuando era niño en nuestra casa no había váter.

LA FRAGANCIA.

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Teodoro Pelaez Artía, era un maquiavélico psicológico que destruía a todo lo que tocaba. Era de esos compañeros de oficina, “simpatiquillos”, ramplones y miserables que se ríen de todo lo vencido y apocado. Que denigran hasta lo sumo ese tipo de almas cándidas que tienen algo de Cordero Divino. En mis primeros meses de trabajo me lo había hecho pasar muy mal, con sus bromas desconsideradas, sus burlas y vejaciones. No voy a pormenorizar aquí todo lo vivido en aquellos pasillos recortados por biombos y estanterías. - Sería demasiado largo el relato para este exiguo editor de texto. -En fin. Todo tiene en esta vida su justo precio, es el fabuloso precio que vale la venganza. La idea surgió un jueves de semana santa de hace casi un año. Lo vi con su mujer en una sidrería del barrio del Montaró, sentados en una mesa del fondo. No sé si él me vio. Yo los estuve observando largo rato, y comprendí por el comportamiento de ella, por sus miradas, por su forma de gesticular, por un sexto sentido