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LA CASA.

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  A veces pensaba que alguien me cambiaba las cosas. Desde que mi Enervina se fue, hace ahora sobre poco más de un año, comencé a pensar en presencias extrañas. En que las cosas estaban fuera de su sitio. A veces allí en el taquillón un tapete con festón aparecía desplazado, o sobre la mesa del comedor estaba aquel circulito que había dejado un jarrón lleno de claveles sintéticos de un rojo un tanto mortecino. Otra de las sensaciones que venían a mí eran los olores, como si ella aún estuviera trajinando en la cocina, poniendo calabacines en una pota, o pelando zanahorías para hacer un puré. He de decir que mi Enervina siempre fue de coño muy salado, a veces cuando nos acostábamos me venía aquel fuerte olor a salmuera. Luego de pasar a camas separadas y aún me lo olía cuando ella agitaba las sábanas. Quiero deciros que a día de hoy me retorna a ese olor después de un año largo de que ella se fue, habiendo quedado yo con esta desolación que no os describo, atado a esta casa, sin apenas s

LA FRAGANCIA.

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Teodoro Pelaez Artía, era un maquiavélico psicológico que destruía a todo lo que tocaba. Era de esos compañeros de oficina, “simpatiquillos”, ramplones y miserables que se ríen de todo lo vencido y apocado. Que denigran hasta lo sumo ese tipo de almas cándidas que tienen algo de Cordero Divino. En mis primeros meses de trabajo me lo había hecho pasar muy mal, con sus bromas desconsideradas, sus burlas y vejaciones. No voy a pormenorizar aquí todo lo vivido en aquellos pasillos recortados por biombos y estanterías. - Sería demasiado largo el relato para este exiguo editor de texto. -En fin. Todo tiene en esta vida su justo precio, es el fabuloso precio que vale la venganza. La idea surgió un jueves de semana santa de hace casi un año. Lo vi con su mujer en una sidrería del barrio del Montaró, sentados en una mesa del fondo. No sé si él me vio. Yo los estuve observando largo rato, y comprendí por el comportamiento de ella, por sus miradas, por su forma de gesticular, por un sexto sentido