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ATARDECER.

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Mientras me masturbaba en la galería aprecié que habían llegado las primeras golondrinas. Las veía allí arriba zigzagueando vertiginosas, sobre un azul claro poblado con alguna nube transparente, y una leve tonalidad a ópalo. La paja me costó bastante. No por falta de ganas, sino porque en la imaginación necesaria para el esfuerzo surgían pensamientos deslavazados. Al final me decidí por aquel tan persistente del pajar de Arnillas, cuando bajó la Natividad, la mujer de un protésico de Fornías -siempre salida-, que estaba gorda, pero aún dura, que ni te imaginas, y la entré por atrás a unos tirones terciados y justos, dándole una y otra vez a tope, -que de aquella podía-, hasta que me corrí como un cerdo gordísimo de yorkshire. Con mi Nervina siempre estamos merendando bocadillos de caballa, xarda azul del Cantábrico, conservada en aceite de girasol. Ya somos de besamos menos. Yo muchas veces me excito observándola cuando se sienta a cagar en el baño por la rendija que deja la puerta

PUNTO Y FINAL.

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COSAS MUCHAS Y CON TANTA PACIENCIA AL ATARDECER.

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Cuando era niño leía libros de aventuras. Tuve una infancia relativamente feliz. Aparte de algún penerasta tocándome debajo de la barbilla, y un barbero que me sobaba los genitales dándome caramelos de palo sabor a fresa mientras agitaba con el meñique mi minúsculo pene debajo de los pantalones cortos. No tuve mayores incidencias en mi desarrollo psíquico. Eso sí. Vi innumerables veces a mi madre de rodillas, sumisa, delante de mi padre. Los recuerdos no me torturaron por esos actos familiares. El daño fue nimio. Estuve varios años pensando que mi madre oraba hablándole a las caderas de mi padre, siempre se santiguaba cuando suavemente empezaba a chupársela. A veces hacía un calor insoportable, y había unos atardeceres gloriosos. Tanto como el universo podía enseñarme. Tan inmenso todo que daba miedo.