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TENDAL.

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El hijo de puta del cuarto D tiene el lomo tatuado con un águila calva, de esas que salen en los dólares. Un pájaro de tinta azulada que cae en picado, con las garras extendidas, sobre el mapa de unas espaldas inmensas, de leñador o de portero de discoteca. Cuando vuelve del polideportivo, con el sudor pegándole la camiseta de tirantes, esa águila parece viva, palpita sobre un campo de músculo, y a mí me dan ganas de arrancarla a navajazos. Quiero rajarlo. No un corte fino, no. Quiero hundirle la hoja con venteo que tengo de Taramundi, la que heredé de mi abuelo, la que parte el hueso sin inmutarse. Abrirle un tajo desde el riñón hasta donde le llegue, hasta que la hoja encuentre el aire o se canse de tanta carne. Dejarle entrar el aire frío del patio de luces para que le ventile la patata, para que se le enfríen las tripas y aprenda. Mi Dolores ya me lo dijo dos veces. La primera, con la boca pequeña, como disculpándose. La segunda, con los dientes apretados, señalando con...

HERMES.

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Estuvimos mucho tiempo cenando -ella de lado-, casi treinta años pasándonos cosas, el pan y todas las dificultades, los dolores de los brazos, cuando a veces la lluvia llegaba oliendo a pólvora. Nos divertíamos pensando en nuestros secretos, mintiéndonos con los ojos. Yo a veces soñaba que era el dios Hermes, cargado de mensajes que quitasen la monotonía de las brumas. De vez en cuando la luna ensangrentada después del equinoccio de primavera. Aquella luz rosada atravesando el tendal lleno de ropa. Ahora, tarde ya, me doy cuenta que era una gran fortuna tenerte allí, para sentir tu brazo que me ayudaba a levantarme.