PISTACIACEAE




Me estoy comiendo doscientos gramos al día de “pistaciaceae”, desde febrero de este año. Me tomo la paciencia de comerlos como postre. Voy pacientemente abriéndolos igual que un pajarito, rumiándolos, mientras veo el telediario, soltando las cáscaras dentro de un bol de arcilla que me puso mi Teodora, siempre obsesiva con pasar la escoba sobre la alfombra del comedor, diciéndome aquello de que soy de manías, de muchas manías.

En realidad, ella no sabe por qué yo tomo “pistaciaceae” en esas cantidades, con esa destreza inteligente del “corvus corax”.
En abril, desde el inicio de la ingesta, llevaría unos seis kilos y medio de “pistaciaceae”. He de decir, como observan los tratados, que noté cierto fulgor al ver las pantorrillas blancas de mi Teodora. También, a las mañanas, esa incipiente dureza que antes no tenía. Podría decir entonces que mi “puntaje” de IIEF había mejorado.
-No lo sabía a ciencia cierta.
Fue en la tarde del domingo de ayer, sobre las cuatro de la tarde, día oscuro y tormentoso, que le dije a ella: podríamos ir de siesta ya que esta oscuridad no está para reposo de sofá. Sí, esa oscuridad y lluvia persistente, de patio de luces silencioso, apenas una moto rápida por la calle y algún llanto de niño. Como dije, y aquel cielo tenebroso. En muchas siestas así, le suelto a la Teodora, salen niños deseados o no, por hembra diestra ataja culos, por hombre cansado que no se arrastra sobre el muslo para dejar la semillera.
No fue Teodora mucho de la razón de levantarse de los brazos del sofá, pero al final, con alguna soflama de históricos culeos en su mente, por donde el hipotálamo, se prendió aquella lucecita, y las húmedas secuelas, más abajo de los labios menores que se pusieron a balbucear.
Heme aquí, que yo salí primero en aquel viaje hacia la alcoba, y me despojé hasta el calzoncillo, metiéndome bajo la colcha. Cuando ella vino, yo seguía sintiendo lo incipiente. A persiana medio bajada aprecié cómo se iba quitando la bata y todo lo demás, las medias que me enseñaron aquellas amplias pantorrillas, blancas de una suavidad y blandura que nunca más vi, que no fuese en mi hermosa Teodora.
Sabía que la prueba de fuego sería en el sobeo, y así de espalda se puso, porque nuestro protocolo nunca fue lascivo, y el recuerdo era de sus carnes, blandas, su calor, con aquellos movimientos que pícaramente me hacía, retándome con un “tómalo todo si puedes, Eulogio”.
-Sí.
Si la ilusión es premeditada, cuántas veces tiene ese halo fallido. Yo me vi en una extraña duda, que nunca con Teodora me había pasado, de tanta confianza como había. Podríamos decir que de miedo al fracaso por enésima vez, que mi capullo bien formado no horadase la flor de mi Teodora, tan presta, esperado, aunque no fuesen más que unas cuantas embestidas.
Noté cierto fulgor, sí, pero pudiese no ser suficiente. Cuánto de miedo había en el fracaso del cumplimiento de mi deber. O de sentir amenazante aquella riojosa sonrisa que me esperaba.
Me dispuse a levantarle la pierna al bies, por la poca luz que nos daba, no aprecié bien aquella inmensidad que había, la gran pelambrera de Teodora, y sus dos dedos abriéndome el camino, diciéndome en su pensamiento, dame aquí que es donde me duele.
Qué deciros. Pude un poco. Fueron dos devaneos, ella apretándome hacia atrás, que me vino un soplo de desgracia, viendo su nuca, mientras como un pajarito temblaba, y ella, a lo sumo, un “pero bueno, ¿qué te ha pasado, Eulogio? Ya te asusto tanto, cariño”.
Al día de hoy sigo dándole al “pistaciaceae” lleno de incertidumbre. No debiera tomarse esto como relato.Más bien debería tomarse como un documento estadístico y nutricional

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