TENDAL.
El hijo de puta del cuarto D tiene el lomo tatuado con un águila calva, de esas que salen en los dólares. Un pájaro de tinta azulada que cae en picado, con las garras extendidas, sobre el mapa de unas espaldas inmensas, de leñador o de portero de discoteca. Cuando vuelve del polideportivo, con el sudor pegándole la camiseta de tirantes, esa águila parece viva, palpita sobre un campo de músculo, y a mí me dan ganas de arrancarla a navajazos.
Quiero rajarlo. No un corte fino, no. Quiero hundirle la hoja con venteo que tengo de Taramundi, la que heredé de mi abuelo, la que parte el hueso sin inmutarse. Abrirle un tajo desde el riñón hasta donde le llegue, hasta que la hoja encuentre el aire o se canse de tanta carne. Dejarle entrar el aire frío del patio de luces para que le ventile la patata, para que se le enfríen las tripas y aprenda.
Mi Dolores ya me lo dijo dos veces. La primera, con la boca pequeña, como disculpándose. La segunda, con los dientes apretados, señalando con la barbilla hacia la ventana. Dijo que él, ese vago sin un trabajo conocido que huele a colonia barata y a horas muertas, se asoma por la ventana del salón al patio de luces. No para fumar, no. Para esperar.
Espera a que la parienta, una mujer escuálida como un pájaro mojado, cuelgue la ropa. Y entonces, él, con un movimiento rápido de hurón, coge las bragas de ella, pequeñas, tristes, de algodón deslavado, y se las lleva a la cara. Las huele, hondo, con los ojos cerrados, como si aspirara un fantasma. Pero luego los abre, y la mira a ella, a mi Dolores, que está colgando sus propias bragas, hermosas a lo XL, de satén o de encaje, un tendal ordenado y voluptuoso que es un himno a sus curvas. Y él la mira con una sonrisa de conejo, húmeda y tímida, pero con los ojos encendidos como ascuas. Una sonrisa que dice que lo sabe, que lo sabe todo del culo de mi hembra, de su balanceo poderoso cuando camina por el pasillo.
Y yo lo sé. Lo sé por el modo en que se le queda el cuerpo a Dolores, tieso, como si alguien le hubiera escupido en el alma. Lo sé por el nudo que me nace en las manos, que me pide el peso frío de la navaja de Taramundi. Ese hijo de puta sin trabajo conocido, con su águila de presunta fiereza, cree que puede robar a hurtadillas el aroma de mi territorio. Pero pronto, cuando la escalera esté a oscuras y la puerta del D cruja, va a aprender la diferencia entre oler el deseo y saborear el hierro. Le voy a dar aire, sí. Todo el aire del mundo le va a entrar por un sitio nuevo.

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