Dicen los profundos conocedores de Homero, –poeta y rapsoda griego, del siglo VIII, antes de Cristo-, que cuando quería inspirarse, atravesaba el gineceo, y lentamente se agachaba en el jardín, absorto, observado por las mujeres, esperando una leve luz de los dioses. Así estaba agachado, hasta que le renacía la inspiración. Y dicen, que después de limpiarse con una hoja de parra, se levantaba, llevando en las manos doce versos de la Iliada. Que malo tenía eso. ¿Acaso la Iliada nos ha olido mal? La mayoría de los poetas han forjado sus poemas en instantes parecidos, ausentes, con la mirada perdida mientras el esfuerzo muscular regula los esfínteres, plasmando la rubrica enroscada sobre el ballico. ¿Y acaso, los poemas de nuestros poetas preferidos nos huelen mal? Dejemos a un lado que los poetas, en general, son una morralla evanescente, creídos, neuróticos, raros, insoportables, siempre esperando que les pasen la mano. Incluso los que fueron asesinados se cagaron de miedo al final de...