CINE


Pudo haber sido un jueves de semana santa de hace unos cuarenta años. Podían estar echando, -en Eastmancolor, Technicolor, o Metrocolor-, las películas obligatorias del régimen: Los Diez Mandamientos, Ben-Hur, Cleopatra, La Biblia. O alguna edulcorada como Simbad y la Princesa, La Noche de los Muertos Vivientes, Mary Poppins, Desayuno con Diamantes. El título no me importaba mucho. Siempre entraba al cine Goya, con la película empezada. Al entrar desde la calle, los ojos tardaban en adaptarse a la semioscuridad de la pantalla. El acomodador encendía ligeramente una linterna que tapaba con los dedos, era como si adivinase a donde ibas. Caminaba presuroso, por el pasillo lateral del patio de butacas, y me dirigía a la oscuridad plena de las últimas filas que quedaban protegidas por el saliente del anfiteatro. Oteabas el ambiente, apenas adivinabas las siluetas de cuatro o cinco mujeres. -por lo general, distribuidas simétricamente-. Si había alguna libre te sentabas a su lado. Si estaban ocupadas esperabas en la fila anterior. El resto no es muy descriptivo. Eran dos pesetas de nada. Luego sentías la mano deslizarse por tú bragueta, las suaves caricias, el movimiento compasado, y el colapso, con las piernas estiradas,- y si acaso un gemido no permitido-. El resto era un trapo rugoso que te limpiaba apresurado, cerrarte la bragueta, y huir, casi reptando, a las filas más decentes, o a la luz cegadora de la calle.

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