PABLITO


Dicen los profundos conocedores de Homero, –poeta y rapsoda griego, del siglo VIII, antes de Cristo-, que cuando quería inspirarse, atravesaba el gineceo, y lentamente se agachaba en el jardín, absorto, observado por las mujeres, esperando una leve luz de los dioses. Así estaba agachado, hasta que le renacía la inspiración. Y dicen, que después de limpiarse con una hoja de parra, se levantaba, llevando en las manos doce versos de la Iliada. Que malo tenía eso. ¿Acaso la Iliada nos ha olido mal? La mayoría de los poetas han forjado sus poemas en instantes parecidos, ausentes, con la mirada perdida mientras el esfuerzo muscular regula los esfínteres, plasmando la rubrica enroscada sobre el ballico. ¿Y acaso, los poemas de nuestros poetas preferidos nos huelen mal? Dejemos a un lado que los poetas, en general, son una morralla evanescente, creídos, neuróticos, raros, insoportables, siempre esperando que les pasen la mano. Incluso los que fueron asesinados se cagaron de miedo al final de sus tristes segundos de vida. ¿Acaso por eso los poemas nos huelen mal? Pablito era uno más. Uno de tantos, digamos, uno más que en su paranoia unió más palabras. Porque en el fondo, la poesía es un estado de animo para locos. Para tristes locos que lloran. Y para tristes locos que hacen catarsis deprimida. Pues viva Pablito. Pero Pablito cuando cagaba, como Homero, llevaba para la mesa un puñado de versos. ¿Y acaso los versos de Pablito nos huelen mal? Pues no. Por eso, cuando uno caga está como ausente. Prueben a mirarse al espejo en ese trance.
¿Pero huelen mal los versos de Pablito? !Pues, no!

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