HOJA EN BLANCO.
Piadosamente me había puesto de pie para suplicar, las manos juntas, los ojos sobre el vacío. Como si fuera un prócer santificado que creía flotar sobre el aire repleto de olor a pólvora y a carne pútrida, creyéndose en un sueño. Decir horror era demasiado poco. De rodillas sobre el suelo con la cabeza ligeramente ladeada para prever quién se acercaría por mi espalda. No es descriptible expresar cuánto son dos minutos en determinados momentos de nuestra existencia, o cuánto es la eternidad. Mi cabeza podría ser separada del resto del cuerpo por degüello. Si fuera así me quedarían unos instantes para apreciar mis extremidades en una extraña movilidad de segundos acaso. Podría ser por un tiro en la nuca. La posibilidad, entonces, de mi cara boca abajo, o de lado, unos instantes mis ojos apreciando la tierra negra al ras del suelo. De todo aquello incluido el paisaje desolador, no queda el recuerdo, quizás una fotografía en blanco y negro, por una afortunada circunstancia de es