VIAJE


El encuentro era a las diez de la noche en la curva del Ponto, al lado de un antiguo mojón kilométrico que señalaba el veintiséis de la vieja carretera comarcal que iba a Beda de los Infantes. En aquel punto al lado del río la niebla lo cubría todo. Llegué con mi coche sobre las diez menos cuarto y lo aparqué con las luces apagadas bien arrimado al ras de la cuneta, permaneciendo dentro mientras observaba por el retrovisor con la ventanilla bajada. Pasaron tres turismos hasta que el cuarto aminoró la velocidad y se puso detrás de mí. Se bajó el conductor y un acompañante, impecablemente vestidos, acercándose a mi ventanilla: “lo tenemos aquí” – me dijeron-. Volvieron al coche y abrieron las puertas de atrás, lo sacaron, parecía un bulto, totalmente tapado con una especie de saco negro que le llegaba casi hasta la cintura; llevaba las manos a la espalda atadas con una brida eléctrica. Me bajé, abrí la puerta de atrás, y les ayudé a sentarlo, cerré la puerta y me volví a mi asiento, emprendiendo la marcha. En el coche sólo se sentía el sonido del motor y el ruido de las ruedas sobre la irregular calzada; permanecimos así un buen rato, hasta que sentí su voz forzada que me hablaba: “por favor, quítame este saco de la cara” – no le contesté-, me lo volvió a pedir varias veces pero permanecí indiferente; “por favor dame de beber” -y tampoco le contesté-, también me lo repitió varias veces, sin hacerle el más mínimo caso. Lo ojeaba por el cristal del retrovisor, ahora estaba ligeramente inclinado hacía el lado izquierdo, como acomodándose sobre sus manos atadas, y la cabeza caída hacia adelante, parecía un penitente: “a donde me llevas” –prosiguió-, no le contesté; no le iba a contestar, mis órdenes eran solamente llevarlo; no deseaba que escuchase mi voz, no quería ningún nexo afectivo, ningún diálogo.
Cuando en la lejanía divisamos Beda de los Infantes, ya eran cerca de las once y media. Por las montañas que lo bordeaban se apreciaba una pequeña claridad entre las nubes, por la luz de la luna que se filtraba levemente. Atravesé el pueblo, y llegamos al polígona industrial de los Canabes; aminoré la velocidad, era la nave treinta y ocho, y ya estaba abatido el portón de entrada; me estaban esperando dos hombres que fumaban, se les veía ansiosos; cuando abrí la puerta de atrás se acercaron y lo sacaron bruscamente, pude percibir sus gemidos, estaba llorando.
A los pocos minutos de emprender la marcha, por una casualidad de la luz reflejada de las farolas del polígono, vi aquella humedad en el asiento de atrás, estaba totalmente orinado, y en el lado derecho había una cartera, frené lentamente arrimando el coche a la acera, me estiré y la cogí. Cuando pasé por el puente sobre el río Nubia, aminoré la marcha, y la tiré al agua.
No quise saber quién era aquel hombre; era un muerto más de los que se almacenaban en aquella nave. (No vayas a pensar que lo de los chinos es una leyenda urbana).

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