UNA PITÓN A ESO DE ALBA.


Al anacoreta del octavo se le había escapado una pitón real a eso del alba, porque la pitón había sentido el frío de los fusilados en el terrárium, y había salido de su escondite para otear más calor por entre los sayales de Shangó y Yemayá, sobre un anaquel lleno de velas perfumadas, greguerías de objetos y varias botellas de ron.

Raro en Agosto el frío en un octavo a poniente con una aislamiento de la época de la aluminosis lleno de retracciones hidráulicas, rendijas como puños detrás de los cortinones dorados donde el cajón de la persiana se esconde. Algunas veces el incienso de ceremonias salía al exterior por una rendija en forma de abanico que había debajo de la cornisa del alero. Allí recuerdan los antepasados que anidaban las golondrinas antes de que llegasen los ojos del reptil.

Cuando despertó no vio la cola escondida entre las cortezas de encina, ni las escamas blanquecinas con sus dibujos de fractal. La rama de roble pelado donde se enroscaba estaba vacía y sin rastro.

Buscó por toda la casa, arrastrándose, por donde la vista no se posaba, con todas las alargaderas de cepillos. Empalmó fregonas y repto debajo de los somieres por si había un bulto en forma de espiral. Desmontó a Shangó y Yemayá, los despejó de los ropajes y ungüentos; lo desordenó todo, palpó debajo de lavabos por donde el agua calienta, y en las alacenas de comida; pero Xanadú no aparecía (así le llamaban al bicho).

Estaba desesperado, se le notaba en el fruncido de sus cejas.

Se puso el keicogi de seda y unos geta barnizados, y los del piso de abajo sintieron una larga carrera como de caballo hacía la puerta de salida, e hicieron el coro habitual de monosílabos: “yaestáelhiodeputa” con sus zuecos. Las pisadas resonaron escalera abajo con ritmo de claqué, como si Astaire marcase volteos en el rellano y vertiginosos golpes en los escalones.

Los vecinos de abajo sintieron el timbre poco después del alba, y aquel zapateo nervioso tras la puerta, y era como para pegarle una patada en los cojones. Al mirarlo aumentado por la mirilla figuraba un Einstein de almanaque con ojitos de botón de la bragueta.
No le abrieron.
Sintieron el claqueo escalones abajo, los timbrazos y nudillos en las puertas, cada vez más lejanos como si llegasen de la ultratumba del portal.

El anacoreta (fama de largo pene: se le subían las hormigas cuando cagaba entre la hojarasca -contaban-) se llamaba Ceferino. El mote era por los quimonos japoneses que le marcaban tienda de campaña cuando subía al trastero de los áticos. Quizás era priapismo, o presión testicular por la zona del uraco de la vejiga, o una leyenda urbana de bruja de portal.

Así que un poco después del alba (sobre esa hora en que se tomó la isla de Perejil) y como era sábado, los vecinos andaban revolucionados. Les habían claqueado de lo lindo, y Ceferino tenia toda la cara llena de hijosdeputa, el keicogi abierto, con rosetones de pelos por donde las tetillas. Algunos se les vino a la cabeza el suministrarse los churros una hora antes y empezaron a bajar al Servichurro, que los ponen con mucho bicarbonato y no se indigieren. (En el Servichurro aún dan buñuelos con sangre de cerdo).

En los corrillos todo eran supuestos...

Para cuando cuento esto, la pitón ya no era la que era, iba en seis metros y en la zona del vientre ciento veinte milímetros de espesor. Estaba alimentada por mininos asilvestrados, de los que maúllan entre estercoleros de supermercados, y cartones de embalajes de aparadores y espejos de baño, restos de la tienda La Saneada, en el mismo bajo. El gatito que le despareció a Elena en el tercero está en la misma cola de la pitón, y miaga en su interior como si fuera el piloto de timoneras.

Mucho después del alba, cuando los fusilados miran como escondidos. A Ceferino le untaron la cara. Le dieron una hostia en forma de saeta quedándose sentado sobre unas begonias de plástico del portal. Luego subió llorando de rabia, asco, rencor y todo eso que hace el odio. Cerró la puerta tras de sí y comenzó a vestir a Shangó y Yemayá con sus mantos de terciopelo azul dispuesto a ir a un Mayombero profesional para vengarse. Cuando estaba abotonando el cuello de la túnica a Yemayá, sintió aquel roce escamoso sobre la piel de su pierna, y como en un repentino presentimiento al volver los ojos, vio a Xanadu allí enroscada, sobre los azulejos como si tiritara de frío, dispuesta a no marcharse de nuevo a la rendija de la ventana, donde hace mucho, muchísimo frío, para una pitón a eso del alba.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Ahí no hay quien viva..
:P
Buenos días K.

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