EL CERRO DE SANTA CATALINA.


Cuando veo a una mujer o a un hombre (en la soledad) mirando al mar, siempre pienso por qué miran al mar. Si aquella raya infinita que diferencia el azul del cielo del agua difuminada, en su plenitud, representa el gesto de la huida a ese lugar ciego en donde los ojos, por un extraño efecto físico, distorsionan el espacio y hacen volar los pensamientos.
Yo también estuve allí hablando conmigo mismo, de esas cosas que nos afligen por conflictivas, difíciles e insoportables; en los anexos de la locura. Y el gesto es ese, te sientas de espaldas a todo, lo de atrás de ti, que es el mundo con sus sonidos y su vida, su horizonte sesgado e irregular de edificios y chimeneas humeantes. Te pones de cuclillas en la pendiente, sentado sobre la hierba, reclinado hacía adelante en una postura equilibrada y dócil, las manos cogidas abrazando las piernas. Y lo que está frente a ti, contrario a lo que está detrás de ti, es el mar, que quizás no ves, pero lo sientes por la brisa que acaricia tú cara surgida de la corriente del precipicio. No es un momento romántico, es la nada, el impulso suicida que espera la noche, porque soy un cobarde, y no sé si me arrepentiré antes de que llegue la oscuridad, y el Cerro de Santa Catalana se llene de fantasmas figurados, que sólo dan vueltas y vueltas como saltimbanquis, alrededor de mi cabeza, empezando a escribir el epitafio anónimo de mi vida.

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