EL FREGADERO.


Estaba sentado allí con cara de jabalí a eso de las nueve de la noche, esperando, con dos cuartillos de vino de Pitarra. Las noches por el verano vienen de no sé que lugar lejano. Ella avanzó hacía su espalda como si hubiese un terraplén, con aquel plato de canelones humeando, en equilibrio. El jabato coge el tenedor con un puño, estilo gladiador, sin decir nada mete uno en la boca, así caliente, casi flotando como un grumo, paladea, y le dice aquello: hija de puta, esto lo va a comer tú puta madre, ya estoy harto de decirte que los quiero muy cargados de orégano, albahaca y tomate, ni les pusiste la puta guindilla, la próxima vez te los estrello en el patio de luces (digamos que era una expresión coloquial de pura rutina).

El paladar es como el mar degustando aguas fecales.
El jabato dominaba los gustos. Decía de coña conocer el sabor del aire, y el olfato de la nada. Y presagiaba en el ambiente las subidas de humedad y la electricidad estática.

Pero había otro trasiego lleno de frenesí de vida en la cocina.
Los insectos.
En aquellas horas, las hormigas seguían su periplo por la marcación, venían ordenadas como un regimiento de gastadores, desviándose del amarillento rastro de azufre que bordeaba la esquinera de la ventana, optando por una ruta alternativa, más complicada, entre una fisura y el tirador de la persiana.

Y la tele como el gran hermano.
El jabato y su tele de veinte pulgadas encendida sobre un pequeño aparador.
La cocina era una penumbra y las claridades se reflejaban como una película de Charlot sobre una alacena que tomaba vida de colores, entre reflejos de platos y vasos de cristal.
Adivina un destello policromado sobre lo evanescente (iridiscente, quiero decir, si se miraba desde la posición de los ojos de Dios).

La parienta.
Ella quizás no dijo nada, pero si que pensó, pensaba, recogió los canelones hacía su lado de la mesa, fue a la despensa y trajo un chorizo de Valdevimbre, picantón. Ya había dejado una patata cortadita en la sartén, la patata se lastimaba en el aceite hirviendo, les dio vueltas, y las patatas gritaron con más lástima. Al chorizo no le fue bien el aceite de girasol y también gritó, llevaba un tajo en su barriguita y soltaba borbotones de especies; y luego el huevo, casi al final, se quedó como un sol amarillo, enterito (qué no fuese a romperse ni a estrellarse sobre el patio de luces).

El vino clarete se refleja sobre la mesa como un láser.
El jabalí tuvo delante aquel manjar y pidió más Pitarra gesticulando con el dedo amenazador hacía la botella. Tuvo más Pitarra de un “arrosado” claro ligeramente fresco, así reflejado como dije.

El estraperlo de azúcar.
Las hormigas habían recuperado el ritmo y se estaban apoderando del azúcar de la alacena.

Las viandas.
Y el jabato le daba vueltas al chorizo, al chorizo mojado en el huevo, a las patatas mojadas en la grasa del chorizo, y todo ello con la yema amarilla desparramada, el pan medio centeno medio trigo era una esponja, y el jabalí masticaba y masticaba; cuando masticaba sonaba a desenvolver plástico ñac ñac ñac, o a un niño sorbiendo leche de la tetilla de un biberón.
Al acabar como se le estiraba la barriga se fue al baño con sus cosas de todo el día. Llevaba una revista con la programación mensual de la tele, y unas lentes.

Por aquel tiempo las hormigas habían solucionado lo suyo.
Establecida la ruta llamaron a las que estaban intentando una entrada forzada por el solape del tubo del gas en el piso de arriba. La orden fue aprovechar lo descubierto, el azúcar moreno, y aquel agradable olor a chorizo con huevo y patatas que les levantaba el ansia.
Era aromático y pegajoso por toda la casa. Un sopor que no se quitaba hasta el otro día.
Se abrió otra vía en la expedición de las hormigas: la norte sur.

El fulgor.
“Si me quieres dímelo y si no vete al carajo, que otras más guapas que tú yo me las tuve debajo”.

Cuando vino del baño ella se afanaba con los cacharros con unas gotitas de “fairytina”, un poco de espuma entre el agua, y sus manos dándole vueltas y vueltas. Para hacer esto siempre se menea algo el culo, no la danza del velo ni una incipiente samba, el fregar los platos es ancestral, casi instintual. Sintió la mano del jabato entre las piernas amarrándole de un puñado, lo que era de él, y ella no pudo si no que abrirlas, era todo suyo, del jabato. Luego, sintió su lado salvaje de infancia de rayoncito dándole varios empujones en la misma quilla sobre la pura línea de navegación que forman el cóccix y el sacro, sus manos seguían removiendo la espuma, ella sentía lo usual, su cabeza se agitó varias veces a un palmo de la alacena, en unos instantes casi atómicos lo sintió derrumbado sobre su espalda con un rugir estertóreo de jabato satisfecho, en todo esto no se decía ni palabra, el permiso estaba concedido, el tomar era inherente a la vida de las bestias, antes por lo menos le decía una ternura , que así, “asícosuca”, como lo meneas el culete, cielo, como que te voy hacer el polvo del fregadero y te vas a quedar con el y con lo que salga.

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