LA HUERTA MEDITERRANEA.


En el infierno todo decanta hacía un cubeto sumergido a no sé que cota, pero sé que es muy negativa, está debajo de todo lo que vive. Todos los detritos que no son sólidos van allí, y una bomba sumergida con filtro de tupido ancho los chupa y los eleva hacía la vida, y de allí van a una acequia de nivel para distribuirse por aquella red de venas sobre la tierra, eso quiere decir que las raíces de los pimientos, alcachofas, tomates, acelgas, naranjos están alimentándose de esos jugos. Yo a Satanás lo he visto muchas veces probando una endivia, cortándola con un cuchillo de Albacete, mientras se agitaba el meñique para que se descolgase un Durex sensitivo, otras veces he visto al primo de San Miguel Arcángel (el torcido) pinchándose en la vena con un rosal borbonia, crecido en las lindes donde los tomates cherrys son bolitas rojas como los huevos de un babuino en celo.
Al infierno se decanta todo, desde los doscientos mililitros de flujos que sorbemos todos los días y escupimos por la taza del dentista, hasta los que dejamos olvidados en la mansa inclinación del periné. Todo muy variopinto.
Pues yo estaba allí abajo controlando el nivel de la bomba, eran dos en stand-by con un flotador en forma de huevo de elefante, cogido por una tanza de nylon, usado por el administrador del diablo para pescar tiburones en las costas de Luanda, en donde los cerdos americanos tienen un estercolero. Quiero decir que estaba allí en el turno de mañana para que la densidad putrefacta no llegase a la marca amarilla y el flotador no se quedase atascado.
A eso de las diez vino Berenice, un ángel desplumado de alas tocado con una gorra de Goodyear, y sin sacarse el dedo del culo, me dio la orden de que el filtrado debía ser menos espeso, y a eso voy, como se puede hacer esto, enviar a la superficie sólidos, con un riesgo potencial de obturación en los piñones de la bomba de achique.
Así que tuve que abrir la compuerta de los lixiviados de dos coma ocho mililitros de espesor y estar atento, sin poder comerme el bocadillo.

Cuando acabé mi jornada ascendí, muy cansado, de la cota menos doscientos veintiocho metros, tardé lo mío en subir los ciento treinta y ocho escalones.
Al relevo le dije que no despreciase nada, ni vísceras ni grumos, todo debería volver a la vida.

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