LAS MAÑANITAS DEL REY DAVID.




Me traen hasta allí en la silla de ruedas, le llaman la galería del Rey David. Después de haberme aseado restregándome con las toallitas aún huelo a neumático, ese olor lleva años conmigo, y no son las llantas de la silla, es mi intimidad. En el corredor estamos aparcados en batería, y al otro lado de los cristales existe esa raya infinita que dejan ver los árboles y el monte bajo, los zarzales inmediatos de la pared que separa al camino que va a la iglesia. La que me trae hasta aquí se llama Lidia y debajo de su bata blanca se le adivina un gran culete; nos trae por escrupuloso orden de habitación, por ejemplo: no está el que aparca a mi lado por lo que barrunto que pasó a mejor vida. Una vez aquí no vas a preguntar por el paisaje, sólo siento el gorjeo del respirar de mis convecinos, y los olores y el tacto que aún no me han dejado. Fuera el sol es una tarta grande, y mi cabeza se posa sobre mí corazón, la modorra tiene esa sensación de letargo invernado hasta la hora de la sopa; y el hilo musical es una nana, mientras que mis manos aprietan los cromados de la silla conteniendo mi respiración y mis esfínteres.

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