TELÉFONO.

Cuando he vuelto a casa estaba el mismo olor que había dejado, y el gato suelto migándome en la puerta. A mi estas cosas no suelen deprimirme, no soy dado a abrir las ventanas para ventilar la casa. Después de dos minutos o así, sonó el teléfono y me supuse que era alguien que quería conversación, pero a esas horas de la tarde a mi no me gusta hablar con nadie. Pero el teléfono se para, y a los cinco minutos o así, se pone a sonar de nuevo: ¿Sí, con quién hablo? ¿Don fulano de tal y tal?. Sí, dígame. Oiga, usted es familiar de fulano de tal, tal, y tal que vivía en tal y cual. Y cuelgo, porque ya está bien, y no quiero hablar de mis cosas. Voy a debajo de la escalera y le recojo la mierda al gato que es lo que olía diferente, si es que olía diferente por una mierda más o menos. De todas formas, explicar lo que siento cuando vuelvo a casa no es de importancia capital. Uno está sólo con sus formas, y sus sensaciones, el cuerpo se va adaptando a la misma geometría, por eso en casa puedes andar con los ojos cerrados; si no has hecho la prueba deberías de probar, a eso de las tres de la mañana pones el reloj para que te den ganas de mear, y caminas al inodoro sin tocar nada; llegarás. Yo hoy he llegado aquí y no sé cuantas veces he estado llegando. Esta ceremonia es un calco de otras ceremonias. El gato me miaga cuando llego, y suena el teléfono, y no me gusta responder, porque sé que me van a preguntar lo mismo: ¡Oiga! ¿Don Remigio Estremera Gómez? ¿Vivía ahí? ¿Es usted familiar? Mire, somos de la Funeraria la Luz Perenne, necesitamos ponernos en contacto con algún familiar; es por lo de los extras. Y cuelgo. Porque cuando vuelvo a casa ese olor nauseabundo, es el mismo olor que he dejado, y ya estoy hasta la coronilla de contestar al teléfono para decirles lo de siempre: que el muerto soy yo, y los muertos ya no pagamos los extras hasta que no nos entierran, y por lo visto, yo aún estoy aquí, todo lo largo e hijo puta que era, tirado sobre la moqueta del pasillo con el gato comiéndome los ojos, y a ciencia cierta, no sé si me han enterrado todavía.
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Anita Noire