SIN DUDA, ERA UNA HECHICERA.


A Lolo el Atrevido le pareció que el virgo de Amary era de doncella compuesta, porque en la primera noche de bodas la trajinó de un quite, como cuando clavaba un alfilerillo sobre una madera de aliso a golpe de maceta de albañil. En su sospecha se imaginó que llevaba una vejiguita de mercurocromo debajo del botoncito del gusto, y que la mancha de la sábana desparramada como una cruz de Borgoña no era indicativo de nada, más bien una casualidad de un movimiento que no llevaba estremecimiento, sino miedo repentino de envergada al tirón y por sorpresa.

Lolo siempre opinó desde aquel día, que conserva lucidamente y en silencio, que debe haber más putas que políticos, banqueros, diáconos y curas juntos.

Amary hace una sopa de pan exquisita y tortos de maíz. No se tira nada. El pan antiguo va a un fardelillo, y bien partido con un cuchillo jamonero se pone en la sartén con agua y fritura de ajo, un poco de sal y un huevo que se va haciendo, y todo queda como un solete español cuando se le pone pimentón picante por los lados.

Lolo come la sopa de pan mojando pan, y para darle más gusto le mete un chorro de Tinta de Toro que huele a almendra amarga y se caga negro. Y mientras le da vueltas y vueltas y la sopla, siente las burbujas del grifo sobre el bañal, y ve a la Amary con su mandil con la babeta levantada sobre las tetas, tan pequeñitas que parece una tabla de restriego de colada al mirarla de soslayo.

Pasaron sólo diez noches después de la boda y fueron de polvo seguido, uno por la noche a eso de la una, y otro por la mañana antes de las seis; en el domingo que hubo, antes de las doce de la mañana ya le había echado tres. De todos los polvos el mejor fue el de cabalgada, y ahí reside la sospecha, como Amary, tan pulcra, y sin nada de casta rebuscada, hacía aquellos festoneos a lo berbiquí, dando vueltas como una loba con todo el rabo dentro. Se acuerda que se corrió dos veces, y le salio también unos centímetros cúbicos del día siguiente (que ya no pudo echar por puro agotamiento).

Todo aquello le dio obsesión. Repasaba puntualmente los ocho años de noviazgo. Nunca vio a Amary sobre cresta de caballería ni sobre sillín de bicicleta, muy dado al orgasmo extravaginal (lo que el instinto les da por apretar sobre la badana hasta que el himen se desgaja). Nunca le dijo si era aficionada a juegos ocultos de bañera, o noches de luna llena en la galería que daba al Corvo con la esquinera de una marcación. No le recordaba otro hombre que él desde la escuela, compañera inseparable de pupitre, compartidora de colores, rondona de juegos y ficciones de médicos curanderos, o juegos de intercambio de hojas de hiedra como monedas por granos de centeno.

Y era una extraña.

La noche en que los dos a la vez abrieron los ojos porque el perro de Masaya levantó mucho el hocico y aulló tan largo que resonó más allá de los robledales de los Vedia. Aquella noche en que sintió su mano, primero fría, como una culebra de escalera reptando por el borde de sus piernas cogiéndose a su verga, y luego su pelo como una caricia de hojas de mazorca; luego fue su boca inimaginablemente grande que le acariciaba como nunca se lo habían echo, pausadamente primero, y luego a ritmo acelerado hasta que por un momento pareció haber querubines bajo el raso de madera, allí donde los nudos del nogal tenían forma de grotescos saltimbanquis entre sombras.

Y era una extraña.

Cuando aulló de nuevo el perro de Masaya eran las tres de la mañana y había luna rastrera que se escondía y aparecía entre las nubes. Amary estaba boca arriba y respiraba tan suave como una santa, era como si volasen mariposas blancas sobre su boca. Lolo el Atrevido dio media vuelta y se puso a observarla, sobre su pelo se posaba una extraña claridad difuminada, apenas perceptibles sus ojos, apenas un rubor, apenas un leve respirar, sus manos acariciaron su pelo suelto hacía los lados, luego pasaron sobre sus pómulos y como una despedida comenzaron a apretar su cuello.

Sin duda, era una hechicera.

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