LA CARGA INANIMADA.


El día está increíblemente azulado.

He considerado que es el momento de sacarlo de casa y llevarlo muy lejos. Así que me dispongo a realizar un acto deleznable. He borrado de mi cabeza cualquier atisbo de conciencia.

Alrededor de mi casa hay muchos tipos de árboles y monte bajo. Parten senderos hacía todos los lugares posibles. Cuando abro la ventana unos desconocidos hablan con otros desconocidos y todo parece simple, hasta los mismos gorriones me lo indican, que me deshaga de él.

Deseo que esta sea la última vez en que lo vea ahí tendido. Comienzo a vestirlo despacio con ropas de abrigo, no deseo que el frió lo coma a las primeras de cambio.

A duras penas he podido bajar las escaleras que dan a la cuadra para atravesarlo sobre los lomos de la mula parda y taparlo con un saco de arpillera. En estos instantes me siento tremendamente cansado y con un gran nerviosismo en mis piernas.

Al salir al camino de piedra y hierba los desconocidos ya se han marchado.

Ascendemos dando vueltas, el sendero serpentea y va escalando por entre monte bajo de xestales, brezos y tojos que arañan mis piernas.

Delante de mí está el robledal de las Ánimas tupido desde el suelo hasta las nubes con mullido amarillo por el suelo. En este lugar tan frondoso y entre tantos tallos alienados se pierde la sensación de orientación. Por encima de mi se describe un azul pleno, y una ligera brisa me hiela la cara.

Desato la carga y la empujo cayendo sobre la hojarasca como un peso muerto casi inanimado.

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