ESCALERA.


Mi calle, no tiene pretensiones de barrio a lo Saint Paúl, ni encantos medievales, pero hay hombres que besan a la noche y esperan en las aceras con pantalones ajustados. Un día estuve acorralado en el portal por niños que bebían alcohol, y luego te miraban con los ojos turbios como toros en su envestida. Nada más que eso. Sin enfadarme. Al entrar las piernas de una chica derramaban sobre la penumbra su claridad de piel blanca como si las bañara la luna.
Y había besos tan largos y perezosos que sonaban sorbiendo corazones e intestinos; manos muy largas que se agarraban a los cuellos, asustadas, como si fueran a caer sobre un precipicio repleto de algas malolientes en las cloacas marinas.
Yo a esas horas de la noche venía del rompeolas, de pensar presagios, y extrañas reflexiones de la vejez que sólo el infinito te contesta. Nada había en mi vuelta a raras horas de la noche, no era un buscón ni esperaba sobre los bancos, con mi camisa blanca y el pecho entreabierto hasta el corazón, me sentaba por cansancio; por vanos y poéticos pensamientos.
Los jóvenes se hablaban a escondidas dando voces, sentados como tordillos en el resalte de la puerta, y al dejarme paso, parecía caminar entre cadáveres. Y estaba dentro. No daba la luz por cobardía. Sentía jadear. Veía manos abiertas entre flores artificiales recubiertas de plata, y vestidos blancos de alfombra sobre la escalera.

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