RAMAS BLANCAS DE GINERIO.


Cuando Erika me pasaba por las pantorrillas aquellas ramas de ginerio comenzaba de nuevo la ceremonia mensual. Antes me había desplazado con la parsimonia que da la vejez por toda la avenida Puertollano hasta un tercero derecha, en el número treinta y ocho, entre un puesto de pan y un kiosco con muchas golosinas de colores.

La habitación tenía dos escasas ventanas tapadas por cortinas romanas caídas hasta el suelo, y sobre ellas unos cortinones de terciopelo brocado de varios colores dejando una penumbra de arcoiris que cuando traspasaba la puerta, me daba la impresión de entrar en un hermoso templo en donde se reencarnaran la mismísima diosa Gea, o las desastrosas y perversas Moiras.
Me había recibido previa cita con su pinganillo portátil, su gorra de las SS, su corsé de cuero, y unas bragas tan ceñidas que parecía que iba a explotar de un momento a otro. Era, dijéramos, muy neumática y extensamente grácil de movimientos. Y al abrirme la puerta se estaba corriendo por teléfono con un empleado de banca, eso me dijo.

Y ahora, sobre mis viejas pantorrillas de carnes descolgadas me pasaba el ginerio de esa forma tan suya, como si quitara el polvo de una lámpara. Me daba media vuelta y la veía tan rellenita empezando a imaginarla en la ribera del Rin, quizás por la zona de Maguncia, en la región del Palatinado. Una vez me había dicho que de joven había enseñado a ojos absortos la misma imprenta donde Gutemberg inició nuestro calvario. Y que había nacido en una casa con piedra de color rojo, que era como de un cuento de hadas. Y que por carnaval, o por la noche de San Juan, después del veinte de junio, empezó a disfrazarse -su gran pasión-. Y que en unos fuegos artificiales llenos de colores la besaron por primera vez mientras le metían la lengua en la boca y un dedo por el ojete del culo.

A mi lo del ginerio me gustaba. Ella estaba sentada a mi lado, y yo desnudo con una escuálida figura de viejo con más de sesenta y ocho años. Y me preguntaba de qué está hecha la piel, y por qué me estremecía mientras sentía aquellos susurros tan suaves de la Erika; que parte eran para mí, y otra parte para un degenerado funcionario de hacienda.

-¿Me sientes mi amor, te vas a correr en mi boquita?

Para acabar conmigo Erika se quitaba el pinganillo y se encendía un cigarro. Cuando en aquella parte del protocolo veía que hacía eso me entraba el nerviosismo de un joven estudiante en prácticas de amor. Me bajaba los calzoncillos, y ya no era el ginerio, eran sus manos a través de mi viejo cuerpo con esa forma pausada erizando mis cabellos blancos, dándome un poco de vida (Erika era como una samaritana, pero cobraba ciento ochenta euros con los viejos).
Veía tan enorme y cercana su boca botoxa que pensaba que me iba a devorar, posaba sus labios y me decía aquello de me sabes steinbutt, (lo de steinbutt era en pleno alemán, que básicamente quería decir que mi polla le sabía a rodaballo).

Plenamete erguido, una vez de todas las veces posibles que un viejo podía, se sentaba sobre mí , recogía de nuevo su pinganillo, y flacidamente me penetraba -lo digo a la inversa por una consecuencia razonada-. Se movía lentamente y empezaba aquella perorata: dime mi cielo, de dónde eres, dime que deseas mi amor, estoy completamente desnuda parat tí.
Y yo lo sabía. Sabía que Erika con aquella gorra de las SS era el mísmisimo diablo; pero a mi no me importaba, al fin y al cabo, los viejos deberíamos de morirnos así, tan arrobados, tan acariciados por unas ramas blancas de ginerio.

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