PROSEGUIR NUESTRO CAMINO.



Les dije: os puedo preparar cualquier cosa, cualquier cosa está muy bueno. Nada me contestaron, de todas formas nada me iban a decir. Saqué de la nevera doce zanahorias, tres puerros, cuatro huevos, tres cebollas, varios brotes de coliflor, y una fiambrera de cerámica de hígado encebollado con una leve capa blanquecina sobre su superficie como de haber permanecido allí varias semanas; también encontré dentro de una bolsa de tela llena de bordados varios mendrugos de pan. Les dije mientras me esperaban, podéis tumbaros un poco tomando el fresco, creo que entendieron esa orden por el gesto brusco de mi cabeza. Las casas de campo del extrarradio tienen esas comodidades añadidas, están al mismo ras del suelo, y se puede salir atravesando el alfeizar de las ventanas para tomar el fresco. Salieron gruñendo, no esperaba menos de los dos. Él, con pequeños arrumacos de mal humor, Ella olisqueando las esquinas como era su costumbre.
La comida para tres es muy fácil, puse agua a cocer sobre el fuego de la cocina. Corté todos los ingredientes con un orden, y los mezclé dentro de la hoya sin ningún orden. Mientras esto pasaba me asomé a una ventana más elevada que daba a una tarima de tabletillas de madera que bordeaba la casa, con una barandilla rústica hecha de trozos de pino con muchos nudos. Observé más allá de la arboleda el tono de luz diluyéndose, la tarde caía suave y lentamente sobre los montes cercanos, mientras un ligero sonido de hojarasca era percibido por todos nosotros aunque no sé de qué forma en cada uno de ellos. Los observé a unos metros del alféizar que habían atravesado de un saltito, cada uno a lo suyo, ella con su hocico removiendo terrales de hierba, Él, olfateando las esquinas, levantando su pata intentando miccionar sin ganas a cada instante. No proseguí mucho tiempo allí; de la cocina empezó a llegarme aquel olor ocre a cocido de verduras, y el repiqueteo de las gotas que salían por el borde de la hoya cayéndose sobre la llama. Me acerqué hasta la cocina y comprobé que aquello ya estaba cocido. Le di varias vueltas aún, le añadí el hígado encebollado, abrí los cuatro huevos y los derramé dentro, incluí los mendrugos de pan desmenuzados, y le seguí dando vueltas con un cucharón de madera para que se acabase de hacer hasta el reposo.
Tuve que entrar en un trastero del sótano a buscar un barreño mediano, cuando lo abrí, apenumbrado por una simple bombilla mortecina, me miraron varias muñecas con caras de cerámica arrimadas a la pared, al tiempo que percibía un penetrante olor a alcanfor, a polvo, y a trastos viejos.
Dispuse el barreño de madera en el medio de la cocina. El guiso estaba templado, y lo fui volcando con suavidad. Percibí sus vapores, su olor no me pareció desagradable. He de decir que tenía textura densa de caldada, y el olor a podrido de la coliflor era el predominante; pero incluso así, no parecía de mala calidad aquella cena improvisada.
Ya no me quedaba nada más que llamarlos y entoné aquella renglera de sonidos onomatopéyicos tan familiares: uinn uinn uinn (dejando caer mucho las enes para Ella), y: uiff uiff uiff (enfatizando mucho las efes para Él). Vinieron en unos instantes. Ella traía su boca llena de tierra, Él, ahora, levantaba sus labios desiguales husmeando aquel olor que flotaba en el aire, su territorio estaba lleno de efluvios confusos de coliflor. Les dije: esto es cualquier cosa, cualquier cosa quizás no tenga buen sabor pero nos alimentará, es de gran contenido energético y bueno para la circulación. Parémonos un momento y demos gracias al Señor por haber encontrado estos alimentos en esta casa abandonada.
Lo bendije: ...oh, Señor, bendice estos alimentos que vamos a tomar...
Fueron respetuosos con aquel silencio.
Cuando empezamos a cenar ya no existía la luz del atardecer, la noche debió de llegar desde los montes cercanos, caída ya sin ningún recato y sin ninguna claridad.
Metimos los tres con ansiedad la cabeza en el barreño. Yo no muy diestro en comer directamente con mi boca, con alguna dificultad para absorber, deglutir, y masticar con esta secuencia que debía ser continuada. Mi cabeza estaba al lado del de Ella, sentía en su movimiento ladeado rozarme a veces sus grandes pestañas y mientras comía observaba su facilidad para hacerse con los mejores trozos de la caldada. Eran dentelladas hasta casi el fondo, su facilidad le hacía comer con suma rapidez, llevándose los mejores viandas, como digo. Él, era el menos ducho, gemía a veces, se limitaba a meter su boquita (hociquito) por algún trozo flotante de hígado encebollado, agitando la cabeza hacía los lados de impotencia. Media hora larga más tarde, dentro del barreño quedaban sólo un dedo de posos y algunos restos de hígado de mal sabor.

Permanecimos reposando la cena un largo rato. Nada nos decíamos, era imposible; quizás nuestras miradas…, también era imposible mirarse de frente, sobre todo a Ella con aquellos ojos acuosos a los lados y aquellas pestañas tan largas a lo osita Peggy. De fuera llegaban los ruidos de la noche, más precisos porque la oscuridad hace espesos los sonidos, unos zumbidos mecánicos de la ciudad que estaba al fondo, bufidos de gatos, gorjeo de búhos, y la suave brisa que arrastraba las hojas inmediatas sobre el suelo.
Sobre las doce de la noche les propuse acostarnos. Esta decisión sabía que iba generar algún tipo de conflicto dado que sólo había un camastro en toda la casa. La simplicidad de una cama estrecha, una alfombra y una mesita de noche sin cajones, y en la pared pegado un papel lleno de filigranas y festones con ciertas simetrías de color verde y azul oscuro. Hubo que decidir cómo dormir. Era indudable que una parte de la cama sería para mí. Y que mi predilección era acostarme con Ella. Fueron ciertos gruñidos que no entendía, tampoco sabía si entre ellos se entendían. Así estuvieron casi un minuto, tratando de entenderse, tomando una decisión que sólo tenía una solución: uno de los dos dormiría sobre la alfombra. Salí de allí unos instantes, para dejar que tomaran por si mismos aquel crucial acuerdo, y me quedé pensando en el pasillo lleno de oscuridad. Algunas veces la sombra de los pasillos me hace sentir una repentina ansiedad. Si los camino lentamente suelo estirar los brazos como un sonámbulo, cerrando los ojos, algunas veces, en esos estados, puedo percibir la materia oscura como una suave gelatina que me roza.
Cuando volví a la habitación los vi razonablemente ubicados, no hizo falta modificar su posición. Premeditadamente, si Ella no hubiera estado acostada sobre el camastro, hubiera tenido que desubicarlos, y los hubiera ordenado en las mismas posiciones que estaban ahora: Él, enroscado sobre la alfombra, y Ella toda a lo largo con su barriga caída dispuesta hacía el lado donde pretendo reposar mirándole sólo un ojo.
Había cierto sopor en la estancia y me quedé en camiseta y calzoncillos. Me acosté despacio hacía su lado y me tapé ligeramente con una fina colcha. Le pasé mi mano por su cuello percibiendo su fuerte respirar, y aquel olor pútrido sobre mi boca. Delante de mí estaban sus doce tetitas, no era cuestión de hacer un sorteo, empecé a chupar las de un lado en orden descendente, las del otro lado en orden ascendente, luego alternativamente quebrando a un lado y al otro el orden. Noté como Ella agitaba su respirar de forma diferente. Noté que su excitación aumentaba cuando permanecía succionando las terceras tetitas intermedias a ambos lados. Sabiendo esto, permanecí largamente allí pasando mi lengua suavemente.
La noche fue larga y apasionada.
Él, desde la alfombra, nos sentía jadear, abriendo su ojito lagrimoso.
No sé si estaba celoso. Lo ignoro. Tampoco me importaba.
Dentro de unas horas debíamos de proseguir nuestro camino.

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