COMPAÑERO DE CAMADA.



Que los aromas dejados por el ser querido hacen su ausencia más llevadera puede ser una realidad. He descubierto que ahora que  él se ha ido soy una puñetera perra oliéndolo todo, me huelen hasta las realidades que no puedo tocar, las ensoñaciones que son éter azulado en mi cabeza, la luz mortecina que va apagando la tarde sobre las cosas que él tocaba. Pero sobre todo, las sábanas que aún no he lavado. Qué extraño todo. En realidad, antes, con su presencia física nada de esto me incluía en el género de perra puñetera. Antes, cuando él llegaba, incluso aborrecía su presencia después de un día en plena libertad de pensamientos, era como si llegase a invadir mi mundo vital y diminuto. Y es que en realidad, nunca intentó seducirme, todo era práctico, usual, normal, endiabladamente perfecto. Nunca una rosa. La vida así vivida, es como un diario lleno de anotaciones intranscendentes. Entonces, a qué se debe toda esta ceremonia captadora de espirituales presencias sobre las sombras imaginadas, a qué se debe esta desolación que me embarga, a qué se debe la tristeza que ha llegado a este lugar vacío, si antes estaba lleno de nada, en el más estricto sentido de lo trascendente. Por qué estoy acostada ahora mismo en esta cama, con la cara vuelta sobre la funda de su almohada, sobre su lado habitual de reposo, desnuda entre las sabanas en que el ha muerto, oliéndolo todo, como una puñetera perra en celo, si siempre lo he considerado como un simple compañero de camada.

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