PARA SIEMPRE.



Hay veces en que la tarde no se sabe cuándo empieza. Mirabas el cielo y aquí y allá había jirones azules entre un color plomo envejecido. En aquel momento una mosca fina de patas muy largas iba y venía sobre el plano de la televisión, dando vueltas de arriba abajo, de izquierda a derecha.No había mucho más qué hacer en nuestro mundo.Observábamos con cierta indiferencia las desgracias del telediario.

A Koya la estuve viendo un año entero sentada a la entrada del Mercadona de Lozoya, hiciese calor lloviese o nevase o no hiciese nada el día, o estuviese el día parado, el día solamente claro, sin nada especial. Después de comprar el pan le dejaba quince céntimos de euro. Y yo me iba con el pan, daba la vuelta a unos escaparates llenos de baratijas, a una tienda de electrodomésticos, a un cerrajero que copiaba llaves, y me iba a mis escaleras que daban tres vueltas y media vuelta más, hasta una puerta con aldaba dorada en forma de puño , aún, y abría, y allí estaba todo el pasillo con la cocina al fondo y varios sonidos del patio de luces, muchas más veces una berrea de niños, muchas más, o como si se lastimara un anciano, o por algún motivo suspirase una mujer, o vahídos, o no sé.

Me despertaba a veces por la noche y daba la luz y pasaba la mano por mi frente. Se me escurría una camiseta de felpa con tirantes, me hacía un grumo en la intercostal y escuchaba que caminaban por la calle. Al apagar otra vez la luz se me venía la peruanita Koya, su mano llena de rayas negras, sus rasgos de cara de crucifijo, marcados todos los huesos que tenemos en la cara, su pelo negro pegajoso que le tapaba la frente, muy largo también por su espalda, y sus ropas llenas de filigranas que le tapaban todas las piernas.

Una vez. Una vez me levanté todo enjuto, mis piernas como varillas de paraguas, mis hombros con dos huesos en punta por donde se posaba la piel, el estómago hundido hacia dentro, y me hice un café con leche y empecé a mojar pan, fue hace dos meses, en que encendía la radio y alguien lloraba.

Me vino a la cabeza Koya.

Al día siguiente empecé a hablar con ella de los valles de Tarma y fue cuando me dijo su nombre, Koya. Subía a veces dos barras de pan, en dos veces y me quedaba hablando con Koya de nada en particular, yo le veía los ojos hundidos y sus pómulos como dos huevos, y siempre sus manos con las lineas de la vida marcadas de negro, y su olor a no sé qué. En estas cosas hablas de la soledad que es común, y de la miseria que es común y del frío y del calor que es común, a veces se pensaban que éramos los dos pidiendo si no fuese que yo llevaba un pan bajo el brazo. Y a quince céntimos muchas veces, hasta un día que había retornado la lluvia y le dije sin muchas esperanzas que viniese conmigo, pero fue esa sorpresa de verla de pie todas las piernas tapadas, detrás de mi , en fila india, con aquella volantera de faldas de chillones colores.

Sí. Sin duda.La tarde estaba empezada.

Éramos tan frágiles uno junto al otro que no había muchas esperanzas. Se daba la casualidad de las lluvias de octubre con esa suavidad y aquella mosca de patas largas de arriba abajo, de una esquina a la otra. Una vez, quiero decir, una vez en aquel momento perpétuo, Koya estiró su mano. No sé si mi mano estaba fría ya para siempre.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Me pareces genial escribiendo.
Poma ha dicho que…
A mi tambien ¡¡
:)

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