HOJAS DE MANDARINA.



Yo en las playas grandes suelo pintar corazones sobre la arena dura, con un palo cualquiera, y dentro pongo nombres que nunca han existido. En mi tarjeta dice Arthur Stopson, pero en realidad me llamo Arturo García y soy natural de Herrera del Duque, y dentro del endeble corazón he puesto: A. S., ama al mundo, pero no amo a nada, porque no soy yo el que vive dentro de mí. Hace unos instantes estuve a unos milímetros de una boca y no llegué a sentir sus labios, y sé que una mano pasó tan cerca de mis sienes que estuvo a punto de rozarme, no era un gesto amenazante, resultó ser un beso y quizás la caricia de una mujer que me despedía.

Me llamo Stopson y soy un tío duro. Sin embargo no blasfemo. Dame tú boca otra vez, acaríciame. Si me miras a los ojos verás un vacío extraño, algo que no tiene fondo, no verás nada. Pero tengo un frío inmenso porque sé que voy a morir dentro de otro.

Sr. Arturo, Stopson salió a pasear a la playa y anda haciendo cosas raras, me decía el niñato que llegó apresurado a la habitación al mismo tiempo que me estira los catalejos. Entonces lo vi casi donde rompen las olas, con unos calzoncillos de flores, calcetines negros y una camisa de rayas azules, la corbata vuelta hacía atrás como si le hubieran puesto la cabeza metálica de un muñeco articulado.

Dentro de aquella habitación el humo era más denso que en una batería de Cok, y olía a tabaco y alcohol, olía a perfume, a hojas de mandarina. Había un hombre y una mujer sentados a sus anchas sobre dos amplios butacones de cuero negro. A través de un ventanal ligeramente abierto se oía el sonido de las olas y se veían ramas de pinos agitándose.

Sobre una mesa redonda una pistola de tambor había quedado apuntando hacía una vieja silla isabelina. Las otra silla también estaban vacía, y sobre la mesa permanecía una partida poker abandonada. Sr. Arturo, prosiguió el mocoso, lo de Stopson degenera, ahora se ha quitado los calzoncillos y está en pelotas, y lo veo dando tumbos sobre la arena con un palo en la mano haciendo garabatos, completamente desnudo de cintura para abajo.

Los cristales del ventanal tenían restos de lluvia, el aire agitaba las gotas de un lado al otro como dándoles vida. No pude más que reírme al verlo allí cagado de miedo como un cobarde. Nunca pensé que Stopson, con su cara plana llena de vivencias, dos surcos de hoja de navaja en sus pómulos, su labio partido, sus ojos fríos de estatua griega, pudiera tener un alma tan perra y cobarde al mismo tiempo, mostrándome aquella imagen a través de los catalejos como si enjaguase espesos lagrimones.

Me dije, tengo que dar la vuelta y di la vuelta, el frío me atenazaba, me di cuenta de repente que no llevaba ropa, mi polla así de pequeña no me daba vergüenza. Caminé descalzo hasta las escaleras de piedra que comunicaba con la playa, sentía la humedad en mis pies de forma diferente, era la dureza de las losas de pizarra, subí lentamente los escalones y corrí el ventanal, los ví a los dos derrumbados sobre los butacones, aprecié sus risitas de conejo mientras se miraban, quizás ella intentaba darle un beso o acariciarle con la mano. Me senté en la silla, el pánico atenazaba mi brazo, el otro hombre se sentó delante de mí me miró a los ojos y me dijo, es tú vez, no seas un cobarde de mierda, si no puedes con la pistola vuelve a la playa y húndete en el mar ya has puesto tú firma en la arena. Luego arrastró el arma hacía mi mano. No quise mirarlo, por mi cabeza pasó una idea repentina, debería dispararle a él, había permanecido impasible en las ruedas anteriores, quizás era valiente, más valiente que yo, pero pensé que quizás la fortuna había dictaminado que el que debía morir era yo.

Yo soy Thonson un mal bicho, los malos bichos son los duros y viven una vida irreal.

Cogí la pistola y la fui levantando lentamente hasta mi sien, mi dedo estaba en el gatillo preparado y casi sin fuerzas, lo apreté sintiendo el giro metálico del tambor sobre mi cabeza, luego un leve chasquido y la detonación. Ya casi no recuerdo. Mi cabeza se reclinó como un tallo vegetal sobre la mesa quedando inerte sobre el tapete repleto de naipes, quizás me dio tiempo a percibir la cálida humedad de un diminuto reguero de sangre sobre mi cara. Nunca lo recordaré.
Me estaba muriendo cuando aquel imperceptible rostro de mujer, puso su boca a unos milímetros de mis labios, y aquel gesto de su mano que casi fue como una caricia pasó rozando mis sienes.
Sé que hubo un último sentido, un suave aroma a hojas de mandarina.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
אתה יהודי מזוין
La sonrisa de Hiperion ha dicho que…
Todas las ventanas tienen rastro de lluvia... La oquedad manifiesta de la lozanía húmeda, pero también la reseca cuando se evapora.

Saludos y feliz domingo.

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