MIRAR EL CIELO.


Lo cotidiano es la existencia. Los pequeños sucesos que nos resultan metódicamente aburridos son reflexionados como una realidad sin vivencias. Todo esto se añora cuando algo se rompe dentro del entorno, o dentro de nosotros. El suceso  nos agita y nos hace desembarcar en la penumbra. Y es entonces cuando añoramos la triste monotonía.

Mario vino a verme ayer por lo que yo creo un tema trivial. Lo encontré en el portal de mi casa esperándome muy preocupado. Ni siquiera llegamos a subir. Se quedó con el hombro apoyado sobre un lateral de la puerta, como si presintiese que perdería el equilibrio.
Según me comentó le acucian las deudas y ha quedado sin trabajo. Cuando me hablaba percibí un ligero temblor en sus manos, y una apresurada gesticulación, recalcando cada comentario como si dirigiese una inanimada orquesta.
Me habló que ya no le cabía la menor duda de que era controlado. Un ente era el culpable. Cómo podían sucederle a él tantas desgracias acumuladas. En un año le había dejado su mujer y una hija de tres años, esta le había quitado la casa, y encima le habían embargado una pequeña herencia familiar, por una deuda adquirida hacía dos años. Y ahora tampoco andaba muy bien de salud, y había vuelto a vivir con su vieja madre. Todo esto no podían ser cosas del destino. Alguna mano negra le había tocado. Alguna mano oculta estaba abanicando los hilos del guiñol y él era el saltimbanqui. Cuando me hablaba no me miraba de frente. Sus ojos profundos estaban marcados en el contorno por bolsas y ojeras pronunciadas. Mal afeitada la cara. La ropa descuidada. Decaído. Estaba sin áurea.

Pero qué podía hacer yo por él. Lo escuchaba sorprendido. Era una catarsis perfecta hacía mi persona.
Me transmitía preocupaciones y hechos de su antigua convivencia. Me transmitía sus pesadumbres cotidianas. Los conflictos originados por decisiones mal tomadas. Fue desagradable ver a mi amigo en aquellas condiciones. No me hacía a la idea de verlo así. Siempre había sido arrogante con la vida, siempre locuaz, bromista, quizás, en sus buenas horas, irrealmente extrovertido.
No sé cuánto tiempo estuvo así. Sólo hablaba él, yo asentía.

Su marcha fue repentina. No me saludó para despedirse. Fue entonces cuando descubrí su sorprendente noia. Era una ceremonia extraordinariamente compleja. Había que bajar un escalón del portal a los adoquines de la acera. Vi su secuencia: primero puso el pie derecho en la calle, luego el pie izquierdo. Repitió tres veces la misma operación con los dos pies, subiendo y bajando. Era como si fuese contando los pasos que debía dar - como un bailable de salón-. Cuando hubo acabado la meditada secuencia, dio media vuelta sobre el escalón, juntó las dos manos en señal de oración, y como si yo no estuviera, dobló la cabeza respetuosamente hacía mí.
Lo vi cruzar la calle en dirección al pasadizo de Muñoz de Molina. Cuando estaba subiendo las escaleras, empezó a repetir la idéntica secuencia entre el rellano y el primer escalón: uno, dos, uno, dos…, y el saludo final dirigido a extrañados viandantes.

No es absurdo pensar que Mario barruntaba que otra desgracia le estaba haciendo sombra. Un mínimo fallo en su ceremonia, – o no realizarla puntualmente-, le acarrearía muy malas consecuencias.

Su trayecto mental era indiscutiblemente simple. Un daño colateral del inconsciente colectivo. Un fugaz ceremonial dentro de los rituales tan antiguos como la misma vida del hombre. Sueños reales y extraños que nos llenan de angustioso vacío, cuando no vemos solución ni futuro, y algún extraño mecanismo se pone en marcha dentro de nosotros.

Dejé de verlo. Me metí en la penumbra del portal y decidí no coger el ascensor. En el primer escalón me quedé extrañamente parado – ni me había dado cuenta-. Bajé y subí mi pie derecho hasta el rellano. Conté ocho pasos, y comencé a subir la escalera.

De una u otra forma siempre hemos adorado al Sol.
El vértigo empezó cuando pudimos mirar al cielo.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Lo describes pasmosamente bien, de manual. Erese un genio.
Mar. Valencia.
Un beso.

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