SALIR PITANDO.



Aunque no lo medites, y te creas invulnerable, cada día es una ruleta, tú sólo pones el número. En un avanzado estado de desdicha las posibilidades aumentan. A veces te queda el sol, o la lluvia y todos los estados posibles de tu conciencia. Nunca pienses en lo inmutable. Todo da vueltas.

Me he despertado sólo en esta pensión, y tengo esa sensación de que mi alma aún no ha llegado aquí. Mi postura sobre la cama podría ser la definitiva para poder morirme a gusto, totalmente estirado, boca arriba, y las manos sobre el pecho. En algún momento de la noche adopte esta postura. Y ahora no sé qué hacer con estos minutos que me quedan. Este paisaje no es gran cosa. Moscas extraviadas y los reflejos de la ventana sobre el borde de un armario con un color de caoba opaco por el uso, y unos visillos que aparecieron sin darme cuenta, descolgados de un lado. Pero mi día es este, no puede haber otro. Lo he elegido entre todos los días posibles, habiendo dudado hasta la saciedad por supersticiones del santoral que no vienen a cuento. Mi estómago está arrugado de hambre y nervios, y me parece mentira que esa sensación pueda con mi desesperación de la última semana. Por el pasillo siento desde hace tiempo trajinar de gente; africanos e hispanos, algunos entraron ayer cuando yo, con sus chándales blancos, encapuchada la cabeza, comiendo bocadillos. Toda la noche hubo ruido, algunas mujeres gritaban desesperadas. Nada que objetar. Al levantarme lo hago despacio, y siento cierta sensación de alivio. Al vestirme me considero más tranquilo como si nada me importara nada. Me pongo mi pequeña mochila a la espalda y salgo a un pasillo de madera que huele a lejía. Ayer pague por adelantado según la costumbre de la casa. En la calle, arrimados a la puerta varios africanos esperan, otros están sentados en la acera, y arrimados a los árboles. Dos gañanes hablan con ellos desde sus furgonetas en marcha, debe ser la oferta del día. Yo he empezado a cruzar la calle. Siento esa extraña opresión del sudor frió que me pega la ropa a la piel. Lo había premeditado de forma sencilla. Entro detrás de una señora que va cojeando con su cartilla de ahorros abierta. Me vale la Caja Rural. Abro la cremallera de mi mochila sacando la pistola. En el banco sólo hay tres personas, y la anciana que sigue mirando su cartilla sin enterarse del mundo. Ahora sólo tengo que echarle un par de cojones al asunto, y salir pitando.

Comentarios

Nieves Bruxina ha dicho que…
vaya, que buena entrada...me ha gustado mucho :)
Idus_druida ha dicho que…
Gracias, Bruxina, por haber estado aquí. Un abrazo muy grande.

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