AÚN AQUÍ.



En la memoria hay una luz tenue y una mano larga que te acaricia. Apenas briznas de realidad, sólo un mundo imaginado. Pero aquella mano tan suave que se posaba sobre tu cabeza, en un gesto leve que aún sostienes en el recuerdo. Su forma ruda, y el suave amor de su ternura. Aún aquí.

Recuerdo un mes de Abril. Mi madre me había contado un cuento para dormirme de dos gnomos que se habían quedado perdidos en un bosque lleno de líquenes y senderos repletos de hojas amarillentas de saúcos, castaños, abedules, robles, y lleno de setas protectoras de fríos y frutos ingrávidamente desprendidos.

Resulta que uno de los gnomos no quiso marcharse de la habitación y permaneció conmigo no sé cuánto tiempo, con su carita colorada, su barba blanca y nariz regordeta, su capirote rojo, su amplio cinturón de hebilla dorada, sus babuchas de media caña, su saco de arpillera , y sus grande orejas picudas que lo escuchaban todo, y aquellos pies tan extraños y alargados.

Pues eso, mi madre se había marchado y el gnomo se quedó conmigo al lado de mi cabecera mirándome con aquellos ojos pequeñitos de forma de almendra. Yo al principio casi pasé miedo, por la ventana entraba una escasa claridad de luna menguante y una leve brisa agitaba los manzanos de la huerta como manos abiertas, casi sin ninguna hoja. El gnomo seguía allí, junto a mí, sin decir nada, mirándome a los ojos con un semblante pícaro, manifiestamente interrogante. Desde mi postura apreciaba su sombra formada por la diminuta luz de la mesita que mi madre había dejado encendida por culpa de mis miedos.

Yo esperaba y esperaba a que el gnomo me dijese algo: cómo se llamaba, en qué parte del bosque vivía, si había venido de los Urales, o de los montes de Toledo, o del frondoso Muniellos, con sus colores extraños y siempre diferentes. Pero el gnomo, que se había quedado allí, nada me decía, nada preguntaba, permanecía inerte mirándome y mirándome desde la penumbra.

Había pasado, quizás, media hora, no recuerdo bien esta particularidad, o si el tiempo existía, o si el tiempo existe en los cuentos de los niños que llevan gnomos. El caso es que se acercó ligeramente a mí y sus ojos se hicieron más vivarachos, y por fin vi como la comisura de sus labios gorditos se empezaban a mover sintiendo aquella voz profunda y ronca de persona mayor: Vamos a ver, Servandito, tú lo que quieres es cascártela, a que sí, a que ya pasas de gnomos como yo. Lo miré fijamente, sorprendido, no me imaginaba como aquel ser tan indiferente a las cosas terrenas podía adivinar mis pensamientos. Mira, Servandito, es muy fácil, destapa un poquito, mira, la coges así, por aquí, y la mueves despacito, así, suave, así, así, así…

De cuando entró mi madre no tengo referencia temporal; ya he dicho que los cuentos de los niños tienen esa increíble y extraña dimensión en la que el tiempo no existe. Pero mi madre entró, como de repente, siempre lo hacía para apagar aquella luz del miedo. Aquel día se quedó parada delante de mí viendo un movimiento extraño debajo del cobertor.
Qué estás haciendo, qué haces, hijo, ¡qué haces! Ya era tarde. Mis ojos se nublaron y sentí un gustirrinin que nunca olvidaré (el que olvida la primera paja, se volverá loco cuando sea anciano), acababa de dejar mi primera humedad en la manita diminuta de un gnomo (que ni sabía cómo se llamaba).
Luego fueron aquellos dedos sobre mi cabeza, aún aquí.

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