DOMINGO.



Abiertos los ojos, no me da más lo que haya soñado.
Mi cuerpo intacto bajo mis manos. Iniciado el espectáculo:
El silencio en una escena donde nadie habla. Un día más.

La mañana de aquel domingo de julio parecía ser más grande. Cuando Claudia dio dos vueltas a la llave de la puerta de su apartamento eran las doce de la mañana; y cuando salio a la calle el sol se posaba a plomo sobre todo lo viviente. La rutina de los domingos era ir al pequeño rastro de la calle los Arrayanes, subiendo por las callejuelas del barrio viejo.  

Cuando llegó a los tenderetes había lo de siempre: embutidos, prendas de vestir, zapatos, pan de trigo, herramientas viejas, bisuterías… Iba despacio sorteando a la gente, cuando entre los dos setos de arrayán vio aquel chino, con las cuatro tallas de madera sobre una alfombra de fieltro acostadas en el suelo. Se quedó mirándolas, tres de ellas eran tallas extravagantes que representaban figuras extrañamente afiladas, parecían hechas al azar de la imaginación inmediata del artista, llevaban filigranas y ropas colgadas de forma imposible; la cuarta estatuilla era totalmente real en las proporciones y representaba a un negro zumbón desnudo, con medio cuerpo metido entre una base figurada de vegetación tropical disimulando intencionadamente su cintura. A Claudia le llamó la atención su torso desnudo, sus músculos perfectos, los rasgos de su cara redonda. Estuvo largo tiempo regateando con el chino, y al final se llevó la figura bajo el brazo. Dio varias vueltas aquel contorno del rastro, siempre olía de la misma forma y casi siempre eran los mismos vendedores, las mismas caras recordadas de la rutina de todos los domingos.

Cuando entro en su apartamento, y cerro tras de si la puerta, los visillos se movían ligeramente por la brisa. Cuando había tanta luz la sensación de soledad se aminoraba. En el apartamento todo lo que estaba colocado guardando una simetría casi geométrica, las figuras, los cuadros, el taquillón de la entrada, los espejos; todo estaba lleno de objetos decorativos y de recuerdos: fotos en blanco y negro repartidas por la pared en pequeños marcos colgados; todo tan pulcro y tan limpio que las caobas de los armarios parecían espejos.
Miró a la figura y estuvo meditando un instante. Pensó dónde iría bien aquel negro exuberante y musculoso de casi medio metro de altura. Primero lo colocó en una esquina visible desde la entrada según se iba al pequeño comedor, pero no le gustó; casi estuvo media hora cambiándolo de sito, mirándolo en todas las direcciones sin estar de acuerdo consigo misma; al final se decidió por el taquillón, era el más visible, aunque por su altura le tapaba parte el hermoso marco del espejo de la entrada, pero consideró que aquel era el mejor lugar, allí de pie, entre dos fotos iguales inclinadas sobre un pedestal.

Cuando acabó de comer, se dispuso hacer la siesta de los domingos, se fue al sofá de la salita, apoyo la cabeza sobre una almohada adaptada al cuello, se tapó con una manta fina escocesa y prendió la televisión, mirándola con la cabeza de lado, casi forzada, con su mano bajo la cara, hasta que comenzó a sentir aquel sopor de costumbre, y sus parpados fueron cayendo en una placidez arrobadora y extraña.

En el sueño los instantes son infinitos y no mensurables, en los sueños los recuerdos no tienen dimensión y el espacio es una nebulosa de agitados vientos sobre visillos de seda que se mueven entre todos los colores. En aquel sueño de sueños, Claudia sintió, que dos brazos robustos la elevaban, era como una fuerza de origen invisible y sobrenatural que le hacía levitar, y recorrer el corto camino del pasillo hasta su habitación. Flotaba, mientras iba allí acurrucada, sintiéndose abrazada, al mismo tiempo que abrazaba aquel cuello negro con su cara arrimada a un torso duro, perfectamente formado. Percibió como suavemente la posaban sobre la cama, y cuando abrió sus ojos en el sueño de los sueños, lo vio allí, arrodillado entre sus piernas abiertas, vio como se doblaba hacia ella, sintiendo aquel fuerte tirón que pareció desgarrarla y aquellas manos robustas que la arrimaban hacía arriba con destreza. Lo sentía moverse muy dentro de su cuerpo, en el sueño de los sueños, que ya no presentía , porque estaba jadeando entre visillos de colores hasta estremecerse, encogiéndose como si fuera a desaparecer de este mundo.

Cuando despertó estaba sobre la cama de la habitación, la cara empapada en sudor, las manos cogidas a las sabanas arrastradas hacia el centro del colchón, con la colcha en el suelo, y por la ventana entraba una ligera brisa que movía los visillos entre una extraña luz llena de irrelevantes grises,  medio aturdida aún por aquel despertar insólito; tan fuera de sí.

Después de permanecer inerte meditando unos instantes, Claudia escucho la voz de la televisión en el salón, y por un momento, pensó que la había vuelto a dejar encendida por olvido. Se levantó despacio para apagarla, pasó por delante del taquillón, retocó ligeramente la talla de madera, y al mirar al sofá se dio cuenta de que allí estaba su almohada para el cuello, y su manta escocesa tirada a medio camino de la puerta. Todo eran dudas y dudas, porque los sueños nos hacen dudar al despertarnos, no tienen un patrón escrito, no son hologramas figurados, los sueños existen y son reales en su esencia, aparecen y desaparecen, sólo recordamos los inmediatos al despertarnos, o los que dejan rastros de su existencia, y se llaman los sueños que estaban dentro de los sueños.

El silencio en una escena donde nadie habla. Un día más.


Comentarios

Delia Díaz ha dicho que…
yo también he despertado de la siesta, en este caso de jueves, y sin negro tallado te he leído; me parece escuchar la risa socarrona de Poe diciéndome: mira, aquí tienes la misma pregunta que tú y yo nos hacemos:
""¿Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño dentro de un sueño?""

agradable despertar este

beso, Maese
Idus_druida ha dicho que…
Un abrazo, Delia. Deberemos de buscar un punto intermedio para mirarnos.

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