VALGA LA REDUNDANCIA.
El sacerdote había
apoyado la cabeza sobre mi hombro. De mediana edad, vestido a la
antigua usanza, desprendía cierto aroma no identificado, podría ser
como un leve rastro de olor a tabaco, o a detergente. Aquella
postura que en un principio me parecía con cierta sensación
deshonesta se me hizo pasajera cuando empecé con mi catarsis,
hablándole de mi adicción al Facebook. En principio el no entendía
mucho, me susurró, sí, claro, he oído hablar sobre las redes
sociales, sí. Luego le comenté mi dependencia desmesurada a estar
delante del ordenador viendo como pasaban imágenes, comentarios,
argumentos a comentarios, mi estado casi de excitación cuando me
aparecían mensajes privados. También le comenté que mi adicción
se había pasado al móvil, en todos los sitios y lugares estaba
pendiente de lo que por allí circulaba, si era referente a mi o
referente a otros. En fin, mi conclusión para que el padre lo
comprendiese con un dato estadístico fue el decirle: mire, de un día
con su noche en un total de veinticuatro horas estoy en el Facebook,
o pendiente de el, unas catorce horas, y eso no es lo malo, lo malo
es que mi personalidad se está desdoblando en dos, el que ve aquí
con usted, y el que está en el Facebook, qué más de una vez se me
ha pasado por la cabeza de trucar una foto con el Photoshop, y
ponerme de piloto de Iberia, o cirujano de la Seguridad Social.
Para aquella, el peso de la cabeza ladeada del Padre sobre mi hombro
era total. Ahora sentía su cálida respiración sobre mi cuello a un
ritmo pausado, casi agradable. Le estuve hablando largo tiempo de mi
dependencia que ya era un vivir sin vivir en mi.
En el momento en que
sentí sus labios pasearse voluptuosamente, le hablaba de mis tres
cuentas añadidas con diferente nick, y la encrucijada que resultaba
de tener que mantenerlas, en una de ellas me hacía pasar por un
terrible agitador social de Anonymous, incluso, dando consejos de
crack informático, sin saber lo que era realmente un bit.
Sí. Sus labios se
hicieron más persistentes, más insinuantes en lo sensual, su
respiración era agradable, y los besos pasaron de una intermitencia
asincrónica a una crónica persistencia. He de decir que el padre me
puso a cien, y que de mi plática sobre el Facebook pasamos a
verdaderos susurros. El momento en que metí mi mano en el interior
del confesionario sería a la media hora de haber empezado la
confesión. El cura la tenía realmente dura, fue tirar suavemente de
seis botoncitos y empezar a manosearsela. Cuando se corrió,
crujieron las tablas resecas de la estructura del confesionario en
su afán de estirarse las piernas por el pacer.
Me absolvió después de
cuarenta y cinco minutos. Cuando iba para el banco, para esperar la
excomunión, tuve una sensación de vacío extraño. No por lo
pecaminoso del acto en sí, sino porque tenía unos deseos enormes
de sacar el móvil, o de llegar a casa para abrir el portátil.
Mis manos olían a
rodaballo que apestaban. Al salir me las lave desesperadamente en la taza del agua
bendita.
Creo que mi caso no tiene Cura, valga la redundancia.
Comentarios
http://www.youtube.com/watch?v=YY9SzC7vUpI&
"Mi nombre es ese que tú me has dado"
Lo bueno de este juego es que siempre que te toca tirar.
:)
muy pecaminoso y real, triste
saludos