TOMATES CHERRYS.



Me dejas balancearte entre las ramas de fréjoles – medio solos en el bosque-.
Déjame, anda.
Fagocítame.
Por fin he salido expulsado de esta gravedad a otra gravedad.
Y voy por ahí con todos los conocimientos adquiridos.
Y el último sabor de tú coño sulfatado, entre las redondas hojas de los kiwis.
Es difícil predecir el comportamiento humano. Su coexistencia no es lógica. Aunque excepcionalmente exista algún milagro -creo firmemente en la teoría del caos-.
Y en la formación profesional a todos los niveles, minuciosamente,
elaboradamente, estudiado pacientemente:
licenciado en electrodinámica cuántica, y un máster sobre las Reglas de Feynman.

He contado tantas veces cosas que se mueven. Tantas veces he contado los lados de los objetos que no son curvos. Las aristas de todo lo que contiene aristas. Mi propio desplazamiento en pasos: a la ida y a la vuelta. He jugado muchas veces a regresar contando de nuevo lo que había contado hacía la ida, y haciendo sumatorios algebraicos a la vuelta. He jugado con cifras, con números aleatorios, los resultados contados en sí,
si eran capicúas,
o no lo eran.
¿Existen múltiplos de PI?
Y todo aquí en mi cabeza.
Dando vueltas, perfectamente deformado.

Luego también me he coordinado paradójicamente. Por fin, doblarme y sentarme.
He decidido meterme debajo de polímeros apestosos - no encontré otra cosa-.
Allí,
oliendo a insecticida,
ya estaba Áymara de Arequipa, con su lomo en forma de serpiente.
Oliendo a fresas, a tomates cherrys, a pimientos del piquillo.
No quiero que me castiguen las aguas de Terranova.
Me horroriza el mar.
Allí está el mar furibundo e infinito, y mis parientes del Yucatán y de Guinea.
Me quedo en el Maresme, tan apacible al atardecer...



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