Y NUNCA MÁS.
Cinco años antes
había llegado a la puerta. Aún la recuerdo, de dos hojas que se
abrían a la mitad, la de abajo debía de permanecer casi siempre
cerrada, la de arriba abierta para la ventilación. Llegar hasta allí
fue relativamente fácil en el sentido de que sólo era caminar dando
dos vueltas en zigzag para acabar en un tramo recto que te llevaba a
la casa. Las vías del tren pasaban por la parte posterior, y cada
doce minutos aproximadamente transitaba un mercancías o un tren de
pasajeros, y siempre aquel pitido que empezaba en la lejanía, que se
acercaba y se alejaba con diferente tono, como si la vibración se
disipase al alejarse y se concentrase al acercarse.
Poco después estuve
mirando por una ventana. Era usual en mi ver el camino por el que
había llegado, reflexionaba cómo habría podido caminar tanto, cómo
habría podido llegar hasta allí por aquel sendero lleno de
tortuosidad, cómo habría podido guiarme por aquella senda cinco
años antes.
De todas formas me
acordaba como si fuera ahora mismo el primer silbido en la lejanía,
sus fluctuaciones al acercarse, cuando ya estaba cerca como un
chasquido, y luego el sosiego y su particularidad al alejarse hasta
una suavidad casi infinita para entrar en un intervalo de casi
silencio, sólo la brisa al agitar las hojas de los abedules que
crecían en el entorno.
No sé cuánto. A
veces pienso que aquel día el sonido empezó muy lejos. Y pude
adivinar por su tono que era un mercancías. Puesto de pie con la
cara vuelta a la ventana que daba a las vías. Había calculado con
cierta dificultad la distancia desde una robusta viga larguera hasta
un caldero de zinc emborcado sobre una mesa blanca y hule azul. En
qué instante fue de ahora mismo en que procuré aquella
coincidencia, el silbido en la lejanía acercándose, el calculo
previo de mi balanceo, para que entre todo el estruendo, con aquella
probabilidad cumplida, mis ojos se cerrasen sobre mi boca abierta.
Y nunca más.
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