SAXO.


Había una muchacha negra que había salido de la calle y cantaba blues sobre un estrado diminuto en forma de triángulo esquinero. Apenas un saxo y un batería. Decían que aquella muchacha había entrado por el Mediterráneo, pero no se sabía desde dónde. En realidad yo a la muchacha la conocía de algunos días anteriores. Días tan largos que a veces acababan mal. Alguien la había puesto allí entre aquellos pegoteros de blues: el del saxo, quizás, lo que más grande había hecho era tocar con cierto desparpajo las redondillas del gato montés, el de la batería para que comparar. Pero sabéis, cuando la muchacha se subía llegaba el hechizo. Muy extraño. Por una rara conjunción de los planetas los dioses y del sonido, o de cosas así de brujería, su voz no se sabe de dónde salía, hechizaba cuando conversaba consigo misma, y el del saxo se convertía en un virtuoso, y el de la batería llevaba el ritmo como si golpease el mismísimo ángel malo que los protegía.
Así eran aquellos blues que casi se veían salir como volutas.
Yo entré allí muchas veces a ver a la muchacha de grandes proporciones, tocada con un kimono color vino que le arrastraba por el suelo. El local me olía a jabón y a lejía que se calaba por entre las rendijas de la vieja madera del suelo tan desgastada. También entraba allí buscando a alguien con quien hablar para que las horas fueran más cortas. Por lo demás era un arribista con pocas cosas que soñar. Los días eran tan lentos para mí, que algunas veces me parecía imposible que la vida se acabase alguna vez. Pues como digo, una noche que no concluía nunca, la muchacha se subió al estrado y empezó muy despacio un quejido yoruba, en realidad yo no entendía nada, digamos que era el género de la balada, o una melodía extraña, llámalo como quieras, lo que me transportaba por algún misterio extraño era la profunda voz como una desértica llanura. Por un instante se me helaron las venas y tuve ese punto ciego en una vieja de la otra esquina de la barra, y empecé a amarla, porque el amor debe ser inmediato e instantáneo para que sea verdadero amor. El tiempo lo acaba todo. Casi a solas, la vieja y yo mirándonos estábamos menos solos. Eso parecía. No queríamos salir a la calle con pocos portales para guarecerse. Cuando estos lugares se quedan tan solos dijérase que lo único que encuentras son almas en pena; porque quizás la vieja, la mucha del blues, el del saxo el imberbe de la batería y yo, ya estuviésemos muertos.

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