REPTIL.

 


Cuando tenía cuatro añitos mi madre me posaba la cabeza sobre sus enormes tetas, y me quedaba dormido al instante. 

Sentía aquel calor, el movimiento suave y acompasado de su respiración, el sonido de su corazón.

 Recuerdo que en aquel regazo no tenía miedo a nada.

-Yo estaba locamente enamorado de mi madre.

-Tiempo después quedé marcado por aquella extraña anomalía.

Me salió una lengua bífida, que se enrollaba en espiral sobre sí misma. Besaba siempre dos veces.

 -Era un prodigio-.

En condiciones normales, arrastrada por el pasillo de mi casa, medía cinco metros doscientos ocho centímetros. 

En los transportes urbanos, o cualquier aglomeracion públicas, cuando estaban repletos de seres humanos, mi lengua bífida se deslizaba, aparentemente, como una rama de yedra, reptaba,

elegía las hembras más apetecibles que llevasen faldas o pantalones amplios, y me deslizaba sigilosamente hasta alcanzar sus hermosos coños, para mover frenéticamente mi doble lengua en su parte más excitante y apetecible.

 Cataba sabores, cuencos de miel a veces, espesos muñones, bastos bosques, yermos solares, lógicas podredumbres.

 De todo había.

En la distancia me fijaba en la expresión de sus caras, entre toda la muchedumbre, como se retorcían de placer hasta llegar a correrse con gemidos estertóreos, doblándose sobre sí mismas, algunas derrumbándose sobre el suelo, presas de un loco frenesí, lo que causaban gran expectación y jocosidad en el entorno.

-No hubo penumbra de teatro, cine, o paraninfo para música,  conferencias, recitales de poesía  que no anduviese.

 -Tengo que decir que esa apetencia por los coños fue una desdicha para mí.

- Quizás un día os relate mis andanzas con mi extraña y enorme lengua bífida.

Si te enamoras de niño de tu madre serás un buen amante, y nunca te quedarás solo sobre las costillas de la calle. No te disolverás por una alcantarilla. Ni derramarás lágrimas sobre los arrayanes que dividen los parques.

- He mirado como miro: ojos de reptil, la boca abierta.

 Si has posado la cabeza así, en ese calor, arrullo estremecido al vaivén de las cosas, luces parpadeantes, y esas campanitas que sonaban en un cálido y blando hueco donde cerrabas los ojos y te dormías tan enamorado.

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