LA FRAGANCIA.





Teodoro Pelaez Artía, era un maquiavélico psicológico que destruía a todo lo que tocaba.
Era de esos compañeros de oficina, “simpatiquillos”, ramplones y miserables que se ríen de todo lo vencido y apocado.
Que denigran hasta lo sumo ese tipo de almas cándidas que tienen algo de Cordero Divino.

En mis primeros meses de trabajo me lo había hecho pasar muy mal, con sus bromas desconsideradas, sus burlas y vejaciones.
No voy a pormenorizar aquí todo lo vivido en aquellos pasillos recortados por biombos y estanterías.
- Sería demasiado largo el relato para este exiguo editor de texto.

-En fin.
Todo tiene en esta vida su justo precio, es el fabuloso precio que vale la venganza.

La idea surgió un jueves de semana santa de hace casi un año.
Lo vi con su mujer en una sidrería del barrio del Montaró, sentados en una mesa del fondo.
No sé si él me vio. Yo los estuve observando largo rato, y comprendí por el comportamiento de ella, por sus miradas, por su forma de gesticular, por un sexto sentido que a veces tenemos, que era una “gran posesiva celosona”.

Lo medité a la vuelta hacía mi casa, lo pensé sagazmente, lo razoné con insistencia.
La idea final me vino cuando al llegar un día a casa del trabajo, vi aquellas muestras de perfume que ponían en el menbrete: “Fragancias a la luz de la Luna”, a nombre de mi mujer, sobre el taquillón de la entrada.

En un flash fugaz y repentino, se me vino a la cabeza aquella malévola secuencia. Una frenética tormenta de ideas...

Tardé unas dos semanas en hacerme con una llave de su taquilla.
Allí dejaba habitualmente su chaqueta, abrigo, o bufanda, y sus cosas personales.
No fue difícil empezar a posar aquellas gotitas en cuello, mangas, forro interior, etc., solo un rastro imperceptible; algunas veces mojado levemente en un algodón con el fin de que no se diese cuenta.

Ciertos olores solo la astucia de una mujer puede descubrirlos. Solo el efluvio del tapón de la gasolina del coche podría aliviarlo y confundirlo.

Es indudable que su mujer me había parecido una gran “zorra maniática y oledora”.

Distribuí durante dos meses aquel leve sopor alternando los días. Algunas veces le colgué disimuladamente largos cabellos en la zona interior del cuello y solapas (eran cabellos de Mercedes, la de Compras, me aprovechaba de su incipiente alopecia).

Con esta ceremonia obsesiva, repetitiva en el tiempo, pasé unos tres meses sin efectos aparentes; sin que aquel hijo de la gran puta dejara de machacarme con sus burlas. Hasta que un día, un cuatro de septiembre, lo recuerdo como si fuera hoy, lo vi entrar, casi desapercibido, silencioso, con aquellos cuatro arañazos, como si le hubieran dibujado la “Señera “ Catalana sobre el flanco izquierdo de su cara.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Un reloj detonador, astuto, audad,

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