VÍA LÁCTEA


 

Todo cálculo era una casualidad porque cuando salían era como una nube que tapaba más aún la penumbra de la noche.

Que los murciélagos estaban allí dentro era un hecho, no uno solo, más de trescientos acaso, quién sabía cuántos había...

De la tarde de agosto quedaba un mínimo espacio hacia la oscuridad, luego vendría ese azul tirando a negro previo a la oscuridad completa, y al esplendor de la vía láctea, un brazo alargado que se se veía posado sobre el cielo.

Quizás nosotros estábamos en ese microscópico punto viendo aquella cercanía de otros mundos que pasaban sobre nuestras cabezas.

Os digo que en la cueva del Demonio habría muchos más de trescientos murciélagos. Es un decir la cantidad.

Lo bueno es que tenían que salir hacía la Ribera, una vaguada larga antes del pueblo que estaba al fondo, con solo unas cuantas bombillas amarillentas como luciérnagas.

Nosotros éramos seis adolescentes con ramas de abedul, ramas altas y tupidas, manejables en nuestras manos para agitarlas, todos en fila "militar" allí preparados para la estampida, como en guardia.

Por un extraño don divino los murciélagos solían salir a la misma hora todas las noches, “científicamente comprobado previamente según las leyendas del pueblo”.

Era una estampida que ya habíamos observado.

Aquella noche estábamos allí con aquellos varales de abedul a la espera.

Cuando sentimos aquel sonido a revoloteo, acompañado por un extraño siseo, nos pusimos en guardia.

 Percibimos aquella pequeña nube entre la escasa claridad de la salida de la cueva.

-!Allí estaban!

Comenzamos a golpear desesperadamente nuestros ramos. Muchos bordearon por los lados y otros comenzaron a caer abatidos por los golpes sobre el  suelo.

Después de la estampida nos pusimos a contemplar la caza. Medio moribundos  se agitaban, sus alas abiertas, aquellas manos que proyectaban sus alas, los débiles cartílagos, y sus cabezas de ratón.

Quedaron allí las ramas de abedul tiradas. Cuando nos fuimos sendero abajo, me di la vuelta, algunos aún saltaban intentando emprender el vuelo.

La oscuridad ahora era plena. Nosotros estábamos en un punto infinitamente pequeño, no sé en qué ubicación, y lo que veíamos era parte de una espiral vecina de la vía láctea, que por lo visto daba vueltas y se alejaba, a no se sabe dónde, por aquel inmenso vacío que, a nuestros años, aún no habíamos presentido.

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