HUESOS.


 

Con Teo que estaba allí a pedradas a un bote de callos de aquellos de Louro de Porriño, que aventaba si acertaba, y como mi padre estaba ocupado con una escalera de gabito,  poniendo el póster del gordo desnudo dentro de una barrica de cervezas el Aguila Negra, la cerveza con poca espuma, como puxarra, en el Bar La General.

Yo oteaba de mi padre un cinturón amplio con una evilla de la legión que le había regalado a la licencia Porfirio el Atrevido, cabo de la legión en Mehala, Marruecos, con aquel aguilucho rectangular espatarrado en cruceta a lo X, que si te pillaba a la primera te dejaba marcado el culo, o donde fuese, las alas de bronce por dos semanas o más.

-Yo le decía al Teo que huyéramos.

Con ocho años o así, si nos poníamos a correr ya no nos veías al momento, porque parecía imposible como podíamos dar aquellos brincos por un carrero llenos de raíces de higuera que tenían miedo a meterse en la tierra.

Huir era como una evasión llena de vida y de aventura.

Aquel día cerca del uno de Noviembre con un cielo con toda aquella ilusión azul, sólo sentíamos los badajos de las cabañesas en el Valle del Torno, los chistos piar entre los zarzales, y las grajas avisando, luego chochines, y el azor allí arriba volteando y volteando con todo el infinito buscando una presa.

Teo se paró delante de la tapia del cementerio porque salía un humo extrañamente espeso y blanco por la zona de los nichos de los ricos, y me lo dijo, anda el Zurrallas sacando muertos, y tu nunca viste a un muerto.

Bordeamos la tapia hasta el resalte de los nichos nuevos, y como pudimos trepamos, luego por arriba Teo se tiró a lo culebra y reptamos hasta el borde, eran alturas de cinco nichos, apenas en el borde nuestros ojos observaban como el Zurra golpeaba afincado sobre una escalera de dos peldaños, los ladrillos de una sepultura casi al ras del suelo.

Cuando acabó de tirarlos Teo me miró como un sabio y me dijo, ahora mira bien.

El Zurras arrastró la caja hacía fuera, al caer en el suelo por el pequeño resalte la tapa se desprendió, mira mira, yo miré el resto de lo que debía ser un hombre, los harapos, las manos cruzadas y aquella calavera que parecía mirarnos fijamente, como si quisiera hablarnos.

 Recuerdo el miedo, el sudor frió y el silencio extraño, sólo roto por el crepitar del fuego a unos metros más abajo que quemaba la madera de un ataúd.

Por el humo blanco y recto que ascendía, talmente me parecía que era ahora cuando el muerto verdaderamente subía al  cielo tan extrañamente azul.

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