CHIHUAHUA.

 


Dejé de dudar de su equilibrio mental después de largas observaciones de su comportamiento.Nos habíamos conocido apenas hacía un año por un encuentro no buscado, relacionado con el tipo de nuestro trabajo.

A ella todo le parecía efímero -siempre-. No era una casualidad, era su palabra preferida. Y también: que entre dos latidos de reloj no había pausa, existía la eternidad. Eran sus frases rimbombantes, simbólicas, muchas veces sacadas de contexto y sin venir a cuento, según se le ocurrían.

Decía aquello de que esto que te he dicho sería un hermoso verso para un poema existencial.

Algunos festivos estábamos en la cama una pierna sobre la otra, echados al atardecer antes de que, según ella, se acabase el mundo y regresasen los jinetes del apocalipsis para llevarse miles de almas.

Aún existía aquel olor a hierba cortada que entraba por la ventana que daba a un prado que llamaban la Hondonada.

 Su juego preferido era que le comiesen el coño.

Disfrutaba muchísimos si le comían el coño. Siempre se disponía en esa situación. Las piernas en cuclillas a esperar a que me acercase olisqueando por las sábanas, besando y lamiendo sus pantorrillas.

Cuando la conocí, hace ahora poco más de un año, llevaba un «chihuahua» de pelo muy denso de color marrón claro.

Me extraño mucho el exceso de cariño que mostraba hacía aquel chucho. Sus frases eran de un empalagoso increíble, de no existir el chucho, y escucharas solo aquellas frases te imaginarías a alguien al que le profesara un gran amor. Luego eran aquellos lametazos del chucho en su boca, plenos, besos llenos de ternura.

Lo otro era aquella desolación que mostraba a la hora de hablar, cosas así como mira a la gente bebiendo todo este vacío, no te das cuenta, nuestro problema es que no tenemos el mar cerca. Llegará la noche y ya no tendremos esperanza. Frases fuera de sentido que yo soportaba estoicamente, porque en realidad su belleza era extraordinaria, sobre todo sus ojos verdes, y sus largas y torneadas piernas.

A veces solo sabes que eres frágil cuando transitas por el pasillo de un hospital a las doce de la noche, sin tener casi esperanza, cosas así balbuceaba.

Me decía: efímero -siempre-.

Entre cada parpadeo de sus ojos, sus pliegues en la sien, si sonreía, cuando te miraba de cerca. Luego le preguntabas, pero tú has estado a esas horas en un hospital enferma o cuidando a alguien, pues nunca estuve, contestaba, solo me lo imagino muy real, a veces lo que digo se convierte en una premonición.

Habitualmente nos veíamos los sábados por la tarde.

Sobre la cómoda ponía un florero con flores silvestres y hacía de la habitación   un lugar encantado de luz y penumbra, que ella llamaba la antesala de la oscuridad y la nada. Por lo visto procedíamos del negro absoluto.

Recuerdo la primera vez en que me indicó aquella especie de protocolo, el chucho allí recostado sobre sus hermosas tetas, yo a corta distancia en aquel viaje iniciático, lentamente acercándome a cuatro patas a su coño, cuidadosamente rasurado, con aquel piquito de pelo en el final de la cúspide como una señal indicativa, de a dónde ir.

Le lamía el coño al ritmo que ella me decía, era de largo tiempo, incansable, sentía como su humedad entraba en mi boca, y no sé el tiempo, ella cogía mi cabeza, a veces bruscamente para retirarme viendo  desde mi figurada atalaya como el chucho se acercaba y proseguía, incansable, sacando su lengua una y otra vez, hasta que ella se corría de forma enormemente ruidosa, como si el mundo se acabase, y todo fuese realmente lo que ella afirmaba, tan extrañamente efímero.


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