ÁRBOL.

 


La mala suerte de aquel árbol que unos garrulos cortaban con una moto sierra, mientras chupaban cigarros en la boca, según se salía de la casa de ancianos La Mansión del Retiro. El último vendaval del martes pasado hizo lo suyo derribando solo dos ramas -se había pensado que aquel roble podía -ahí donde los ves-, ser un asesino de gente mayor. Una monja de Valdevimbre -una hospitalaria llamada Sor Benita-, venía a cada uno para que atrasásemos la hora, cogiéndonos el pulso. Mi reloj era de esos digitales, y, sabes, como para meter yo la uña en aquellos botoncitos, que no podía con ellos, quiero decir. Lo de cambiar la hora para estos años es un tanto simbólico, una hora adelante o una hora hacia atrás nos daba un poco demás, salvo que la Sor nos decía el interés de las papillas a las horas adecuadas, no fuesen a suceder cosas extrañas por lo digestivo. La monja, joven aún, me olía a no sé qué, un perfume de esos sin llamar mucho la atención, al nenuco de toda la vida, y cuando se bajaba sobre mi puño que estaba sobre el reposa codos de la silla, su cabeza y sus tetas se me venían sin tocarme a unos palmos de la bragueta, y la monja, a saber, no sabía lo que yo pensaba, si en la mala suerte, o si en un paraíso hipotético me la podría chupar un poco, sobarme el glande con la lengua, para sentir cierto gusto, aún, porque lo que piensas no lo sabe nadie, pero lo de la mala suerte a estas edades te lo dicen a cada poco para que lo recuerdes y no te ilusiones en el por-venir. - Yo de la monja también me suponía su coño, peludo como los de antes, si preparar a lo piquito hermoso, florecido de rulos, tapadito como tiene que ser. Yo como comprenderás me afano por ver al roble asesinado. El ruido de su muerte lo había sentido cuando la monja me acertaba los segundos, que así medidos, a mí me la sudan los segundos. Mis proyectos aún se miden en unos días, ya que tengo cierta esperanza en el futuro. Lo que no entendía era el asesinato del árbol, en aquella mañana que amenazaba lluvia. El árbol caído y que ya no vería balancearse suavemente en mis largas horas de galería. Yo lo que no sé es a hasta dónde imaginaba crecer aquel hermoso e iluso roble. Si es que pensaba en no ser cenizas aún, como yo debería ir pensando en ser ya polvo para hacer otras cosas de la vida.

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