LA CASA.

 


A veces pensaba que alguien me cambiaba las cosas.
Desde que mi Enervina se fue, hace ahora sobre poco más de un año, comencé a pensar en presencias extrañas. En que las cosas estaban fuera de su sitio.

A veces allí en el taquillón un tapete con festón aparecía desplazado, o sobre la mesa del comedor estaba aquel circulito que había dejado un jarrón lleno de claveles sintéticos de un rojo un tanto mortecino.

Otra de las sensaciones que venían a mí eran los olores, como si ella aún estuviera trajinando en la cocina, poniendo calabacines en una pota, o pelando zanahorías para hacer un puré. He de decir que mi Enervina siempre fue de coño muy salado, a veces cuando nos acostábamos me venía aquel fuerte olor a salmuera. Luego de pasar a camas separadas y aún me lo olía cuando ella agitaba las sábanas.
Quiero deciros que a día de hoy me retorna a ese olor después de un año largo de que ella se fue, habiendo quedado yo con esta desolación que no os describo, atado a esta casa, sin apenas salir a la calle, solo para comprar algo de comida, y poca cosa más.

Miedo me daba a mi mismo hasta que hice un descubrimiento atroz que me llenó de desazón.
Fue en un momento de clarividencia dentro de mi amnesia, que me vi a mi mismo ir a buscar una cosa que no recordaba, moviendo los objetos en desplazamientos mínimos, tanto en el taquillón como en otros lugares de la casa.

Fue el colmo de mi inquietud cuando me observé a mi mismo sacando aquellas bragas usadas de mi Enervina, del cajón inferior de la cómoda de nuestra habitación matrimonial, sí, llevándomelas entre la boca y la nariz para olerlas con fruición desatada en un gesto en el que, incluso, presentía cierto fulgor en mi polla. Dándome cuenta entonces que no era yo solo, éramos dos viviendo en la misma casa.

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