Ya después le dije que no me la agitase mucho. Se ponía rabiosa escurriendo primero, luego arriba abajo, yo cogido a su cintura, después de tardar un siglo en llegar a la taza. Ella era dispuesta en eso, nada de escrupulosa, por eso le dije que iba a ir al cielo, tú Cintia, del mismísimo Potosi, irás al cielo desde Irumpampa Chica, rodeada de hermosas flores amarillas de cactus, como la mismísima Mamita de Cotoca.

Yo nunca había tenido aquella premonición, que en un viaje de esos tan largos desde la galería, a que me la escurriesen iba a sentir el vahído de aquella forma en que te nublas y supones que el gran viaje comienza primero con una sombra, luego lo poco que te sustenta ya no ejerce, y tienes ese ligero instinto de cogerte más a Cintia, hasta que nada, nada de nada, yo ya le había dicho que estaba próximo a que me quemaran, en La Esperanza, entrando por un arco lleno de ilusión primero, subido por unos gatos hidráulicos, apareciendo por magia en el féretro para el llanto de los que aún me querían. Se lo dije, a Cintia, en aquel último viaje, a que me la escurriese desde la galería llena de geranios y viejos que llamaban la del Rey David, ya verás como el noventa por ciento de ti sale en humo, como ya le había explicado en otros viajes transoceánicos por el pasillo que daba al baño, que es ese espíritu que contamina ligeramente las ciudades, luego, a esa temperatura de casi mil grados se calcinan los huesos en una producción sublime de polvo a dos kilos y medio de ración por ser humano. Como no decirte, que yo amaba a Cintia, que me escurría la polla hacia adelante, muy suave, a dos dedos tres o cuatro veces, hasta que en aquel viaje de vuelta me solté de su cintura y mi última mirada fue al ras de unos azulejos pintados con una rosa de los vientos.

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