AGOSTO

 


A mí, al Parretas, me vino el ansia, cada pocas veces está el ansia, y después de sobar ingles, y raja del culo en las duchas del Matadero, me dispuse con el pato donald aseado, la línea del seis a los Cipreses, que iba a tope, luego una parada de taxis y subir al sexto sin ascensor, entrabas y olía como al pachuli de siempre, y así por lo bajo boleros de la época de la Perola, la Justa, siempre allí al borde de la ventana con tres geranios bien floridos, las otras, una acatarrada, despendoladas como fuera, de siempre casi sin mirarse, la Justa la entendida, muy rellena, de manos aǵiles, y un bocón rojo, unos labios a lo babuino, que te daban nada más que los ponía allí, la lengua como bifida, casi dos lenguas, dándole vueltas, y yo el Parretas sin bajarme el pantalon sacándome al Donald por la bragueta, y ella a lo justo, se lo fue haciendo sobre una cama sofá hasta que se lo puse en la boca, que no tiene ascos la Justa.

De fuera venían destellos, las casas de putas son ténues como si entraras al purgatorio lleno de pecados veniales.

-No sé muy bien cuándo me ha ocurrido.
Me había puesto unos enjuagues con un lingotazos de Listerine en el Matadero, y aún tenía los alientos para la Justa, que las putas tienen su aquello con la limpieza.

-Un hombre de este tamaño sin pegar un palo al agua no es cosa buena, sí, esto decía mi padre, de tanto como la había mangado en la vida.

Y luego otra vez al seis, hasta los topes, lleno de desesperados. Me bajé en el Parque Dournier, y me fui yendo, calmado, andando como si el tiempo no me fuera.

Insistí en permanecer un rato en todas las colas preestablecidas para ir pasando buenamente las largas horas de la tarde de agosto.
Según iba caminando a la espera de una entrada para eventos deportivos, o me encontraba con una vuelta y media de gentes con sillas y tiendas de campaña para una lidia de toros, o para un drama teatral, o para un juglar juvenil todas quinceañeras, tiernonas, palpitando su sisito, unas veces virgo, otras veces sin virgo, siempre húmedo bienoliente a carnaza de pescado sabroso y joven, según la degenaración de mis pensamientos, de cómo cuando salía del matadero, me limpiaba el pato donald y me iba de putas a los Cipreses, donde la parada de taxis, y el kiosko del viejo y la disminuida, por donde esta parte de la Muralla vieja, y la pulpeira. Hecho muy repetido cada vez que mis huevos se iban llenando.
De vez en cuando de putas, o con la mano a donald, haciéndole la retenida al sesgo, con aguante, abriéndosela al repente al donald, lleno de libertad, llegando al pleno espejo donde había una calcamonía de margaritas y otros pétalos hermosos.

Mis dias tenebrosos de deguello de terneros, todos esos ojos que pasan delante de mí, con ese vacio acuoso llenos de eternidad animal, que van pal cielo animal, que diosin no se los pierde, su alma, tan simple.
De esa forma peculiar pasaban los días, tardes muy amplias después de mañanas vertiginosas, fluctuando ligeramente las corrientes del aire veraniego, con esos sopores calenturientos hasta el ocaso vespertino, todo muy teñido de sangre sobre el mar y las montañas.

Pero aquella tarde después del desfogue, fue la de mi perdición.
Tal venía de la linea seis de los Cipreses, y la vi entrar pero desde lejos.

A Tomasita con su pan bregado en un fardelito de tela bordada a ganchillo. Recién entrada en el portal, desde a pocos metros, un culo nada enjuto que entra lentamente en el fresquito, antes de una escalera empinada de madera comida por la lejía. Yo poco después, con una diferencia de apenas doce pasos abundantes, como ya digo, también entro como un aparecido en aquella oscuridad, aturdidos los ojos por el resplandor de la calle. Llevo bajo mis brazos cuatro panfletos de ir a los toros, y apenas entraban mis pasos tan pequeños sobre los azulejos de color marrón tipo rosa de los vientos, mis pies con zapatos de badana casi resbalando, o haciendo tico, tico y tico, resonando debajo de una claraboya tapada por viejo moho y cagadas de gaviotas.

De qué forma, al subir mis ojos turbios que venían de la luz veían un resplandor celestial. Después de doce pasos o no sé cuánto tiempo, no puedo decir cuanto tiempo había pasado medido en pasos, perdido el descoyuntado culo de la Tomasita en el quicio del portal, la cola de su mandil blandiéndose como una conejita. Cuánto tiempo puede pasar desde que una vieja entra hasta que yo llego a donde la vieja entraba, y cuanto se ha desplazado la vieja cuando yo ya estaba dentro del portal, en medio de aquel resplandor cegador, media hora no podría ser, veinte minutos (quizás) no podrían ser, o quizás no eran doce pasos, eran mil doscientos pasos los que había, incluso, (quizás) no era mi portal, era otro portal, la vieja de turno entrando con dos barras de pan bregado para comer masticado biliosamente sobre las encías.

Todas las ancianitas con su mandil a dos lazos amplios al estilo pajarita, con ese retrueque lleno de salero (bien meneado, aún).

Allí.
Fue allí.
La escalera crujía lastimada, la escalera de la época de Primo de Rivera aun con aquellos embellecedores cóncavos, escalones primero en un tramo recto, luego quebrando en curva. El primer pan estaba en el octavo o el noveno escalón, algo blando debajo de mi pie, el otro pan fue más extrañeza entre tanta penumbra iluminada (unas veces), otras veces como si los ojos no quisieran ver. Luego tropecé del todo y me fui de bruces sobre su cuerpo, fue como si por una casualidad extraña hubiera besado sus finos labios, hubiera sentido su pelo rozando mis orejas, sus arrugas en mis pómulos. Como si estuviera la muerte allí tan olorosa a nenuco. Me levanté como una ballesta, muy estremecido. La penumbra ya se había hecho con la claridad de mis ojos. Del portal entraba una franja de luz plena de más allá del medio día, la percibía plenamente allí tirada, con las faldas levantadas, las bragas quitadas, sus piernas diminutas, y su coño muy violado, lleno de semen, y su pelo largo y encanecido como las barbas de un discípulo centenario de Rabindranath Tagore.

Decorado mi rincón con una ventana alta. Una puerta de gris pelado a herrumbres. Cuatro pasadores y una mirilla en forma de ojo de buey. Ojeo los panfletos de la feria taurina de Begoña y los otros eventos. Les había dicho y explicado lo que me pasa con el hoy y con el mañana, y de que forma aún pienso que vivo en el ayer, o de que forma confundo los estados temporales, con una percepción especial de ver hechos que acaecen a muchos metros de distancia. No eran doce pasos desde que mis ojos vieron el culo enjuto de Tomasa, muchos cientos de metros eran, desde la última cola de pibitas. En realidad no soy el violador. Como voy a violar yo despés de habermela chupado la Justa.

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